La Internacional Socialista declaró en 1889 al 1º de mayo como jornada universal de conmemoración de las ocho horas de trabajo en homenaje a los llamados «Mártires de Chicago».
Por José Martí
Engel, Spies, Parsons y Fischer fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887. La siguiente es la nota publicada por el diario «La Nación» de Buenos Aires el 1º de enero de 1888 por su corresponsal en Nueva York, el patriota cubano José Martí.
Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del telégrafo que el «Sun» de Nueva York tenía establecido en el mismo corredor… por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el cadalso.
-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcalde.
El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.
-La trampa está firme, a unos diez pies del suelo…
No; los maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente… Sí, la milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie…
Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso un gato…
Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se siente libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba «El tejedor», del poeta alemán Enrique Heine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:
«Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor […]”.
Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender vuelo.
El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcalde que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera de alcaidía?
-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que a mi vida misma, la causa de los trabajadores; y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta.
-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas, Engel?
-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera querido yo vencer?
Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella?
¡No, alcalde, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -. Y uno sobre otro, se bebe tres vasos…
Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el periódico «Arbeiter Zeitung» el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo.
¡Oh patria, raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz por mil medios sutiles!
«Sí, alcalde -dice Spies-, beberé un vaso de vino del Rin».
Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de «La Marsellesa» que cantó con la cara vuelta al cielo…
Parsons, a grandes pasos mide el cuarto…, vuélvese hacia la reja…, gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.
Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcalde y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es aquélla la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto. «¿Bien?». «¡Bien!». Se dan la mano, sonríen, crecen: «Vamos».
El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre.
Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!
Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcalde, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete.
Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente;
Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros.
Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones.
Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda.
Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas.
Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; «La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora».
Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: «Este es el momento más feliz de mi vida». «¡Hurra por la anarquía!», dice Engel, que había estado moviendo hacia el alcalde las manos amarradas bajo el sudario.
«Hombres y mujeres de mi querida América…», empieza a decir Parsons… Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores.
– Fuente: Agenda de reflexión