Tomó desde muy jovencita una cámara “doméstica” y aprendió a registrar (y a mirar) lo cotidiano. El magma que constituyen esas imágenes está formado por el rumor de los relatos aprendidos cuando niña, de las siestas del pesado solo estar provinciano.
¿De qué cine hablamos?
Quiero iniciar esta reflexión sobre el cine argentino y en particular referirme a los dos largometrajes (hasta ahora estrenados en Argentina) de Lucrecia Martel, porque constituyen, a mi juicio, una muestra acabada de la apertura de una percepción diferencial sobre las representaciones de la vida social de Salta, en particular, y de Latinoamérica en general. Pero antes de abocarme a La ciénaga (2000) y a La Niña Santa (2004) debo considerar algunos aspectos que contextualizan el advenimiento de un “nuevo, nuevo cine argentino” así llamado por muchos críticos para diferenciarlo del “nuevo cine argentino” que se vislumbró en las décadas de los sesenta y setenta y que fue c(s)egado por dos dictaduras.
La primera, iniciada por las huestes de Onganía, se aplicó a destruir, además de nuestra economía nacional, el edificio intelectual de las universidades públicas y la relación obrero-estudiantil que sostuvo, entre uno de sus proyectos, el desvelamiento de las estructuras de dominación oligárquica. La segunda, que nos entregó a la maquinaria de guerra desatada por la siniestra Junta Militar, fue preparada por las fuerzas para-policiales de López Rega con la anuencia de una inepta presidenta, a cargo del gobierno tras la muerte de Juan Domingo Perón.
La industria del cine, que alguna vez se desarrolló y mantuvo en Latinoamérica una dirección señera y magistral, ya estaba herida de muerte en las décadas referidas; sin embargo, con esfuerzos denodados, muchos cineastas ofrecieron lo mejor de sí. Entre ellos, un grupo denominado Cine Liberación, cuya perspectiva estuvo asociada a otras similares en Brasil, Chile, Bolivia, principalmente, generó lo que llamaron tercer cine, siendo el primero el comercial, ligado al Modo de Representación Institucional (consonante con lo que la Escuela de Frankfurt denominó “industria cultural”) y el segundo, el cine de autor, en contacto con la nouvelle vague o nueva ola de cine francés.
El tercer cine se propuso como político, ajeno a la economía de mercado, de distribución clandestina y con propósitos claros de hacer conscientes los mecanismos de domesticación del pensamiento hegemónico. La segunda dictadura aludida se propuso acabar con cualquier forma de indagación crítica de la realidad nacional y latinoamericana y el cine de Solanas, Getino, Birri, Gleizer, entre otros, desapareció de escena. Sólo la maestría de Aristarain pudo ofrecer, en plena dictadura, una metáfora de la censura a la que estábamos sometidos. Me refiero a Tiempo de revancha (1981).
Tras la recuperación de la democracia que, endeble, abrió la puerta a los embates del neoliberalismo, el cine nacional estaba desencajado y de manera aislada uno que otro filme despertaba cierta expectativa que, salvo ocasiones, sólo desmoralizaba aún más, si cabe, al público.
En una palabra, el desprestigio del cine nacional hacía huir de las boleterías a espectadores de todas las provincias. Pero en los noventa, en medio de la consolidación del modelo neoliberal propugnado por la política de entrega de Menem, en forma paradojal y como contrapartida a la desindustrialización, al ingreso irrestricto de productos de importación y a la flexibilización laboral, un grupo muy grande de jóvenes de clase media pudieron comprar sus cámaras digitales y empezaron a abarrotar las escuelas de cine, en Buenos Aires, en Rosario y en Córdoba, por ser los lugares de mayor concentración estudiantil. La mayoría de ellos, y sin que por esto podamos hablar autorizadamente de una generación, nacieron en los setenta y padecieron el estigma de “no ser” jóvenes militantes como sus padres, “no ser” continuadores de una tradición que miraba el país como un todo pese a sus fragmentaciones, en fin, “no ser” políticos en una época en que la política partidaria se abrazaba de lleno a la corrupción (que aún sobrellevamos).
Es, entonces, en este contexto en que aparece Historias breves (1995) que reúne cortometrajes de varios de los cineastas (que luego desarrollaron por su cuenta una serie de largometrajes con variada recepción de público). Entre ellos, destaco a Rey muerto, de nuestra Lucrecia Martel, que toca de lleno una problemática social inscripta en la historia del género en Salta. En un poblado (que puede ser de Salta o de cualquier lugar de Latinoamérica) una mujer se rebela y toma la decisión de decir basta a la violencia a que es sometida por su marido. En una síntesis brutal de planos mostrativos del camino de su liberación, la mujer y sus hijos cruzan la frontera (el puente) y en el ángulo visual derecho de la imagen se lee el cartel que da título al corto y es una metáfora plena de la destitución del amo, rey muerto.
¿Quién es Lucrecia Martel?
Se trata de una cineasta que como tantos otros en Argentina tomó desde muy jovencita una cámara “doméstica” y aprendió a registrar (y a mirar) lo cotidiano. Este es, creo, el único punto de engranaje entre su cine y el de sus contemporáneos, Caetano, Trapero, Rejtman, Katz, Carri, Alonso, entre otros. Una vez que se pudo desembarazar de los mandatos familiares se fue a Buenos Aires para volver, ya preparada para iniciar su primer largometraje, a una provincia que la proveyó de los imaginarios sociales que constituyen el meollo de La ciénaga y La Niña Santa.
Quiero decir, el cine obra este efecto, como la literatura el suyo, uno no sabe en verdad qué quiere decir hasta que no aprende cómo decir y es ese aprendizaje el que hace decir más allá de la conciencia racional, de las motivaciones de clase social y otros embrollos.
Martel aprendió cómo ver y cómo hacer ver, pero el magma que constituyen esas imágenes que nos hace ver (a pesar de que algunos no quieran hacerlo) está formado por el rumor de los relatos aprendidos cuando niña, de las siestas del pesado solo estar provinciano, de las miradas solapadas de los sojuzgados por un sistema de servidumbre y exclusión, de la imaginería religiosa, en fin, de múltiples capas del socius local que fundan el noroeste argentino como un espacio diferencial con respecto a las demás regiones argentinas. Así genera Martel, apoyada en sus propios guiones y en diálogo con la memoria social, dos “tratados”, el de la inutilidad de una clase en decadencia que se hunde -sin el remedio de vírgenes aparecidas ni recuperación económica- en una ciénaga, y el de la inutilidad de una fe religiosa que, desasida ya de referentes, provee de estímulos a la imaginación afiebrada de las adolescentes.
¿De qué trata La ciénaga?
En un trabajo que aquí no glosaré porque está dirigido a la comunidad de académicos y uno sabe que esa es una lengua extranjera de la comunicación cotidiana, mientras esto pretende aproximarse a un lector más amplio y generoso, me circunscribo a la representación de las imágenes de la exclusión social, significadas lingüísticamente a lo largo del filme por “chinas carnavaleras”, “indias” y “coyas de mierda”.
Los personajes se desplazan de la ciudad al campo y en uno y otro lugar están marcadas las diferencias entre los que mantienen una cierta posición de privilegio y los que están para servir (y alimentar la vagancia de los primeros). Talita y Mecha son primas pero la primera (que está presa de su vida de casada y tiene la ilusión de escapar a Bolivia para comprar los útiles de los chicos) aún se traslada por sí misma; en cierta forma vive en estado de alerta (pareciera que oye una señal que no alcanza a discriminar) mientras Mecha ya está entregada al vicio de la inacción, de la bebida y de la queja. Los maridos de ambas cuentan como figurantes, en realidad son personajes de descarte.
Con mayor fuerza aparecen, sí, los hijos, empantanados en un espacio donde se cruzan las tensiones afectivas, la incomunicación y el abandono. El hilo narrativo está agujereado por todas partes, las escenas se suceden en los espacios interiores como espera y en los exteriores (el patio de la casa de Talita, el campo en la de Mecha) truenan las amenazas (el ladrido de un perro del otro lado del patio, los tiros cuando cazan los niños). La puesta en escena trabaja con planos largos y sobreabundancia de sonidos fuera y dentro de la historia, los personajes están de continuo mirando la televisión, mirándose y espiando a los otros. El eje de los planos es horizontal, casi en todas las escenas vemos a los personajes tirados en la cama y al lado de la pileta, cuando aparece la dimensión vertical (Talita parada de cara a la pared escuchando o intentando escuchar una melodía, su hijo más pequeño trepándose a la pared para ver al perro vecino) toma forma la amenaza del fin -la muerte del niño- que no adviene como catarsis sino como desesperanza.
¿Por qué La Niña Santa?
Uno podría pensar, con facilidad, que en una ciudad en que la educación religiosa marcaba con fuerza las relaciones de las adolescentes, este filme obraría como la expurgación de los fantasmas. En ocasión de un congreso que se desarrolla en un hotel con aguas termales, una joven, Amalia, cree oír la señal de dios que la orientará en su camino de salvación del prójimo. El objetivo de Amalia será restituir la condición de bondad inherente al doctor Jano, uno de los que asisten al congreso.
La contraparte de la vida del hotel es la que se desarrolla en el colegio donde asisten Amalia y Josefina, las dos adolescentes con un papel central en la película. En las escenas de canto y educación religiosa -impartidos por una maestra que se esfuerza por dominar su sensualidad mientras las jovencitas cuchichean, se pasan fotos o intentan responder a la consigna de buscar ejemplos de testimonios de vida santa- el ojo cámara espía gestos y desnuda atavismos. La banda sonora (cántico religioso) se corresponde con las acciones y es a su vez el marco de la presentación de los títulos, dato no menor en el filme puesto que se ha echado mano de un rasgo de estilo que tendrá sus efectos de sentido a lo largo del filme: las letras de los nombres del genérico caen y forman los otros nombres, como gotas de agua (aquí también hay mucha agua en una pileta que ya no está podrida como en La ciénaga, pero tampoco es tranquilizadora). Quiero decir, la música religiosa tiene ritmo ascendente (“eleva”) mientras que las letras tiene ritmo descendente (caen, como cae el joven desnudo y se salva “milagrosamente” en la escena de “los deberes en la casa de Josefina”). Cualquier asociación con la elevación y caída proclamada por el discurso religioso no es pura coincidencia.
Pero los fantasmas no se expurgan en el filme, sobrevuelan sin desenlace, lo que plantea-además de la tensión que ya anotamos en La ciénaga- las perversiones de la moralidad burguesa. Entre los personajes circula el deseo y su guardián, la represión. Josefina se deja penetrar por el ano por su primo para conservar su virginidad hasta el matrimonio; Mirta quiere preservar a su hija, kinesióloga, del contacto con los pasajeros del hotel y la manda a trabajar a la cocina; esta empleada de los hermanos (dueños o concesionarios del hotel) es también quien reprende y controla a Elena; el doctor Jano apoya su miembro viril en Amalia, la hija de Elena, sin sospechar que ese acto tendrá consecuencias que deberá afrontar; el hermano de Elena duerme con ella y con su sobrina e intenta comunicarse con su ex esposa, la chilena, infructuosamente; un médico lascivo es echado del congreso por sus desafueros con las empleadas del laboratorio.
La violencia no se desencadena pero los espectadores tenemos la sensación permanente de que algo va a estallar, que es insoportable la tensión y que de algún modo debe resolverse… Pero no se representa el estallido, los padres de Josefina esperan el fin de la representación de una consulta que el doctor Jano y Elena hacen en el congreso, aquel ingresa al salón luego de que su esposa le cuenta el hecho del que él es principal actor, las adolescentes nadan en la pileta dibujando transversales mientras la cámara se aleja.
Esto no es crimen y castigo, es un filme que suprime la sanción moralizante porque interpela al espectador para que se pronuncie. Desde el punto de vista de la narratividad, ambos filmes, La ciénaga y La Niña Santa, apuntan a transformaciones pasionales, es decir, no son las acciones las que los definen. Sean cuales fueren los resultados de la “denuncia” (una forma del control social) que los padres de Josefina harán a Elena, las adolescentes, Josefina y Amalia, están unidas por un lazo de hermandad, Elena ha dejado aflorar su deseo, el doctor Jano no será el mismo cuando regrese a su casa.
¿Por qué hablar de políticas de la percepción?
La articulación de lo social en los filmes de Martel, a mi modesto entender, está relacionada con la propuesta de una mirada estratégica que recorta, de historias mínimas, cotidianas, casi, diría, imperceptibles, un estado de la sociedad. Ese estado es el emergente de una estratificación social en múltiples planos: la incidencia de los medios de comunicación, en especial la televisión que aparece en los dos filmes y en el cortometraje como una referencia concreta al poder de la imagen en el mundo contemporáneo, la descomposición de las relaciones sociales afincadas en mandatos de sumisión y despojo, la ineficacia de los lazos de familia como contención social, la violencia contenida en el envilecimiento del otro estigmatizado (indias, coyas, chinas carnavaleras).
Mientras en el cine de Caetano, como epítome de “realismo social” en el “nuevo, nuevo cine argentino”, aparecen los conflictos públicos “escondidos bajo la alfombra” del oportunismo menemista de los noventa, en el de Martel se desnuda el rostro oculto “tras los visillos” de la sociedad salteña, clasista, orgullosa de su raigambre europea y racista. En ambos directores (y en la mayoría de los que emergieron en los noventa) no hay proclamas políticas, no existen poéticas comunes ni concertadas, sólo líneas que convergen y divergen entre unos y otros filmes. Quizás sea el de Martel y el de Lisandro Alonso el que más se acerca al cine poético que marcara teóricamente Pier Paolo Pasolini. Pero esto demandaría otra lectura.
Para finalizar, queda por decir a los/las lectores/lectoras que se acerquen a este cine tanto como a la narrativa de los escritores salteños, porque descubrirán miradas, y decires que se apartan de los estereotipos, permitiéndonos encontrar, en la dispersión y fragmentación social actual, un recorrido crítico necesario para orientarnos en medio de la incertidumbre.
Salta, mayo de 2008
Susana Rodríguez