No me considero un reformador social, y he llegado a sostener, en chiste por supuesto, que el Mahatma era un santo imperfecto, puesto que nunca les había enseñado a comer asado a los hindúes.
Me dirijo a los escritores de Salta con las urgencias del caso, para aclarar una circunstancia más que inquietante, maloliente, en la que me encuentro comprometido sin tener arte ni parte.
O tal vez por tener arte, pero ninguna parte.
Se me ha usado, o al menos se está usando un rasgo de carácter a veces sobresaliente, un estilo ocasionalmente particular de mi ser en el mundo, para justificar la desafectación de una escritora de la Biblioteca Provincial, en la cual se encontraba adscripta cumpliendo roles pertinentes a su formación profesional.
Si bien es verdad que a veces soy enfático y renegón, como cualquier salteño que no ha pasado adecuadamente por los procesos de castración social que impone una de las ciudades más toledanas del mundo, desmiento categóricamente haber insultado al coordinador General de Bibliotecas de la provincia, un tal Gregorio Caro Figueroa, a quien conozco desde mi más tierna infancia. Y mucho menos haberlo amenazado de muerte, como lo ha afirmado ante escritoras de fuste para justificar la torpe resolución de un conflicto interno de la institución que lo merece.
En primera instancia, porque estoy pasando un buen momento, realizando las correcciones de mi última novela y en las faenas de pasarla por las máquinas de imprenta. Y uno reniega por lo general cuando está pasando un mal momento, es decir, cuando está cruzado con el mundo. Y no hay nada como el arte para ordenar las coordenadas del hombre en relación de los manes y los astros.
Qué motivos tengo yo para andarme preocupando por cuestiones que corresponden al desnivel cultural de la peluquería. Cuestiones de peluquería.
En segunda y última instancia, todo el mundo conoce que en cuestiones de ética soy fundamentalmente socrático. Para los escritores que no hayan leído a Platón se los voy a explicar sucintamente: Si un amigo mío roba o comete crímenes, voy a apresurarme a detenerlo, puesto que a más de hacer daño a los demás, en principio se hace un daño irreparable asimismo. A veces le he agregado que, como en la novela Los tigres cebados de Kumaon, corre el riesgo serio de cebarse con la sangre humana.
Sigue Sócrates sosteniendo que, en el caso de los delitos y los crímenes cometidos desde el Poder, él no solamente no se va a preocupar de detenerlos, puesto que no tiene ningún amigo en el Poder (Amar es no poder, decía mi abuelo anarquista y fotógrafo de la plaza). Por otra parte, el protofilósofo de la humanidad sostenía que quien comete crímenes desde el poder es incurable, y que tarde o temprano el peso de sus crímenes iba a terminar hundiéndolo en el Hades. Yo procuro entonces, sostenía, que se harte de sus robos y se regodee en el barro de sus crímenes, así más pronto se detendrá su elipse en la última de las tierras, en el abismo.
Ése es mi Maestro en cuanto a ética, el resto no es otra cosa que moral, es decir el árbol de las moras.
Yo no soy Hamelin, para andarme preocupando por cuestiones de administración pública.
Por otra parte, lo único que dije la semana pasada, si se quiere con cierto énfasis, fue: qué linda tarde, una tarde bien salteña, mientras cruzaba la calle caseros hacia la vereda de la iglesia de La Merced, mientras al reloj de la catedral le faltaban cinco para las seis y media de la tarde.
Nunca he amenazado de muerte a nadie, pues, salvo en cuestiones del amor, nunca prometo cosas que sé que no voy a cumplir. O que si las llegara a cumplir me fueran a arruinar la vida.
Para colmo de males, no deja de preocuparme que este tumbado, que dicen que dice que yoi dicho, vaya a pisar una cáscara de banana y termine rompiéndose la crisma.
Entonces van a engrosar mi novela negra, atribuyéndome cosas que uno nunca hizo, aunque también nunca se sabe si debiera.
Yo no maté a JFK, ni pagué para que lo hicieran, fue un armador griego para llevarse a su mujer hasta una isla donde tenía encadenado al Minotauro.
No conocí al Ché más que de mentas, y me encontraba en Córdoba quemándome las pestañas cuando se hizo, o lo dejaron, matar en un baldío de Bolivia.
No me considero un reformador social, y he llegado a sostener, en chiste por supuesto, que el Mahatma era un santo imperfecto, puesto que nunca les había enseñado a comer asado a los hindúes.
Entonces, con lo que se me atribuye, cómo voy a hacer para retirar mis libros de la biblioteca provincial, puesto que me niego a tener mi obra en el campo de Auschwitz. Ya estoy viendo que si me aparezco por ahí van a estar llamando al novecientos one one ciro.
Y qué voy a tener para decir: Yo no soy ése que tú te imaginas, como aquél campeón nacional de tiro con pistola que hacía tres blancos en dos segundos. Y como cinco negros.
Entonces me voy a ver obligado a solicitar que mis libros me sean devueltos en acto público y delante de testigos calificados. Y que mi nombre sea borrado del bisel del vidrio que corona la sala de escritores salteños, porque no soy colaboracionista y tal situación me compromete.
Para no agobiarlos más los saludo afablemente y, la verdad, la verdad, qué linda tarde, bien salteña.
A los escritores de Salta: Aclaración urgente y solicitud de devolución pública
Hemos entendido que nunca fuiste «colaboracionista» y eso queda muy claro y probado. Mientras otros expropiaban los bienes ajenos y hacían cristiano el fuero gaucho. También queda claro que desde la Biblioteca Provincial escribieron esa famosa frase que en Salta era muy común después del 76: «amenazó de muerte». Lo inventaron para desprestigiar a los novelistas de las «bolillas negras»; a los intelectuales diferentes para acusarlos de disociadores del orden establecido; y más aún cuando alguna mujer «mandadera» de la historia «no revisada» participaba en los escándalos del verano. Es cierto que no sólo el 911 aparece como duende en la Biblioteca; también aparecen los escribas de otras épocas, los salieris, los cornudos, los traidores de Praga, los franceses hitlerianos, los franquistas revolucionarios, los sofistas antisocráticos con sus venenos regionales. En Salta nos conocemos todos y nos criamos desde chicos decía el cuchi; y es cierto, quién no veía al músico en una esquina del colegio Nacional o de Ricardo Durán, mientras en la otra se tramaba la música clásica alemana de las noches de Fausto, que no eran el tamborcito de Tacuarí. A los ciertos escritores de Salta que fueron los únicos que salvaron el alma de una Salta que en muchos tiempos era hipócrita y condenada; rindo un sincero homenaje.