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Cortázar y sus lecciones de libertad

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A 25 años de la muerte del escritor en Francia

– Tomás Eloy Martínez – 14 de febrero de 2009

El 12 de febrero de 1984, un domingo del que se acaban de cumplir veinticinco años, Julio Cortázar murió en el hospital St. Lazare, en París. Un mes antes había atravesado por última vez la puerta de la casa de la rue Martel, donde se refugió tras la pérdida de Carol Dunlop, el gran amor de su vida. En diciembre había regresado a Buenos Aires para celebrar en las calles la reconquista de la democracia. Pidió una audiencia con el presidente Raúl Alfonsín, pero regresó a París después de esperar en vano una respuesta.

Más de una vez hablé del tema con Aurora Bernárdez, su primera y devota esposa, a quien el escritor confió el cuidado de su obra. Aurora, que lo conoció como nadie y estuvo junto a su cama en los días finales, recibió por terceros una explicación del incidente, según la cual nadie le avisó a Alfonsín que Julio Cortázar quería verlo.

Un literato notorio habría sugerido a los asesores que el presidente no lo recibiera, porque la figura de Cortázar, demasiado identificada con los movimientos revolucionarios de Cuba y de Nicaragua, irritaría a los militares que aún no se habían retirado por completo. Aurora supone que debió de ser así y desliza el nombre de alguien que, según ella, jamás le perdonó a Cortázar el lugar de privilegio que ocupaba junto a otros grandes como Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. Cortázar nunca se repuso de esa herida. Sabía que no iba a regresar, que la leucemia le dejaba pocas incertidumbres sobre la proximidad de la muerte.

Se llevó, al menos, el cariño de los jóvenes que lo reconocieron por la calle, los recuerdos de un par de jueves de ronda con las Madres de Plaza de Mayo, los aplausos que lo hicieron llorar en una función de Teatro Abierto.

Por medio de un amigo dejó un mensaje al presidente de la democracia recuperada: «Ojalá que todo le salga bien».

Se dirigía a Alfonsín, pero también a su país. Porque, como siempre creyó, su país era la Argentina: «Mis lectores me consideran un escritor argentino, incluso muy argentino», le dijo a Luís Harss en la entrevista que se incluye en Los nuestros , el libro que dio forma al boom. «Creo que ser argentino es participar en una serie de valores y disvalores, en los planos más diversos, en asumirlos o rechazarlos, en entrar en el juego o tirar la pelota afuera.»

Entre los papeles inéditos que Alfaguara publicará a comienzos de mayo -cinco cajones repletos que Aurora encontró a fines de 2006 en la vieja casa de Grenelle, donde ambos vivieron durante más dos décadas-, hay una entrevista a sí mismo en la que Cortázar se refiere a su identidad.

Al dictador Roberto Viola le habían pedido una opinión sobre argentinos exiliados a los que él consideraba enemigos del país, agentes de la subversión y otros cargos por el estilo. Cuando se mencionó el nombre de Cortázar, Viola fingió sorpresa: «Que yo sepa», dijo, «ese señor es francés y no tiene nada que ver con nosotros.» Luego de treinta años de vivir en París y de dos rechazos a su petición de ciudadanía, el gobierno socialista de François Mitterrand al fin le había concedido a Cortázar la doble nacionalidad, para ahorrarle nuevos trastornos burocráticos.

Julio se sintió en la necesidad de distinguir entre «lo que va del patriotismo legítimo al nacionalismo de consignas y arengas». En la entrevista -entregada al semanario brasileño Veja – declaró que el pasaporte francés lo hacía sentir más argentino y más latinoamericano que nunca, puesto que lo proveía «de nuevos medios y de nuevas fuerzas para seguir luchando contra los regímenes que infaman el Cono Sur».

En París, Cortázar había escrito una decena de libros en castellano dedicados al público de la Argentina y de América latina. Que eso importara menos que un documento de tapas azules le parecía pura lógica de cuartel. «Sé dónde tengo el corazón -escribió- y por quiénes late.»

Siempre lo había sabido, o acaso sea más preciso decir que lo descubrió en su lenguaje al pasar de Los reyes (1949), poema dramático muy torre de marfil y muy laberinto griego, a los cuentos de los tres libros siguientes, Bestiario (1951), Final de juego (1956) y Las armas secretas (1959). Quizás importe precisar que, en ese tránsito, se graduó de traductor y se mudó a París, donde tomó conciencia de su argentinidad esencial.

La amistad con Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa le permitió entender que las raíces de su país estaban en América latina, décadas antes de que la crisis económica le revelara a la Argentina que su realidad se parecía más a las realidades mestizas del continente al que pertenecía que a las de la Europa que la había educado.

Escribía desde niño, aunque sólo para sí mismo. «Como tengo una idea muy alta de la literatura -le dijo a Harss-, me parecía muy estúpida la costumbre de publicar cualquier cosa como se hacía en la Argentina de entonces.» Los reyes le pareció, a los treinta y cinco años, un texto serio. Y lo era, pero también era un texto anacrónico. Poco a poco le fue perdiendo respeto a la literatura, entró en confianza y terminó burlándose de ella.

Estaba a un paso de cumplir medio siglo cuando publicó Rayuela.

En los Papeles inesperados de Alfaguara se incluye una evocación que hizo diez años más tarde, en la que declara su asombro porque los personajes individualistas de su novela, absortos en búsquedas metafísicas, hubieran sido capaces de atraer a una generación que soñaba con cambiar el mundo, no para ellos sino para todos. «Mientras los «viejos», los lectores lógicos de ese libro, escogían quedarse al margen, los jóvenes y Rayuela entraron en una especie de combate amoroso, de amarga pugna fraterna y rencorosa al mismo tiempo, e hicieron otro libro de ese libro, que no les había estado conscientemente destinado.» Ese libro, sin embargo, iba a deslumbrar a más lectores de los que Julio se atrevía a imaginar. E iba a hacerlo durante más tiempo que cualquier otro libro de la época, llevándose por delante a viejos y jóvenes y a las generaciones para las que él sigue siendo el autor muerto de una obra viva, al que se relee en estado de incesante sorpresa.

Estos Papeles inesperados rescatan tres nuevas historias de cronopios, famas y esperanzas, y un capítulo omitido de Libro de Manuel , junto con reflexiones sobre su obra y sobre la política de aquellos años, desventuras de su álter ego Lucas en lucha con las erratas, y hasta un juvenil Discurso del Día de la Independencia que su madre guardó desde 1938.

Esas ráfagas del más puro Cortázar coinciden con los homenajes que le tributa la ciudad de sus amigos y a la que dedicó una maravillosa elegía sobre los paisajes perdidos para siempre: «las lecherías abiertas en la madrugada», «el superpullman del Luna Park», «la fealdad de plaza Once», «el reloj de la torre de Retiro», «los olores de la platea del Colón», «las aceras mojadas de la calle Corrientes».

Recuerdo que en 1972, cuando volvió a Buenos Aires por muy pocos días, me habló de los movimientos incesantes del lenguaje nacional: «Antes -dijo, mostrando un billete de mil pesos- a esto se lo llamaba «fragata» y ahora se le dice «luca»». Le respondí que la constante devaluación del peso iba a librarnos pronto de esa desorientación lingüística, pero al leer en sus nuevos textos la expresión «diez guitas» advertí cuán alerta se mantenía ante esa lengua que era suya, la de su país y la de su obra.

Si Borges dejó en la literatura argentina el lujo de una escritura inteligente en la que cabía el universo, Cortázar enseñó a trastrocar todos los órdenes del lenguaje y a recuperar el desdeñado acento latinoamericano.

Rayuela fue, en muchos sentidos, la cifra de generaciones. Es una felicidad rebelarse contra el mandato que Cortázar inscribe en el Tablero de Direcciones de la primera página y releer la novela en desorden, abriéndola en cualquier parte. El autor aconsejaba seguir cierto orden en los capítulos, pero no se habría quejado de la desobediencia, porque estaba a favor de todas.

En la Argentina, y me consta que también en otras partes, Cortázar fue el resumen de su época. Los sesenta y las décadas que siguieron le deben la libertad para hablar de sexo, criticar las costumbres pequeñoburguesas, quitarles el almidón a las palabras y a las cosas.

Libertad era su consigna, el santo y seña de su generosa vida. Y porque la aspiración de ser libre está en el aliento de la especie humana, la obra de Cortázar se sigue leyendo con pasión, a veinticinco años de su muerte, como si todavía estuviera escribiéndola.

– Fuente: La Nación

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