Gran parte de la dirigencia k acusó al Gobierno por el suicidio de un jubilado. Los familiares del fallecido la desautorizó. Nadie les pidió disculpas. Un caso que desnuda, una vez más, toda una cultura política.
El 31 de diciembre del 2004 fue el año nuevo más triste y silencioso de la historia argentina. Las imágenes de jóvenes muertos en Cromañón conmovieron al país y, por una vez, a nadie se le ocurrió usar fuegos artificiales. Como consecuencia de ese desastre, los familiares de las víctimas comenzaron a pedirle explicaciones al poder político: ¿había cuidado a sus hijos como debía? En un país marcado por tantas heridas, era previsible que ese debate sería lacerante. No eran tan previsibles, en cambio, otras reacciones. Muchas personas, que se definirían a sí mismas como «progresistas», empezaron a militar contra el pedido de explicaciones de esos familiares. Firmaron, incluso, solicitadas en las que denunciaban la existencia de un «golpe de Estado» contra Aníbal Ibarra, el entonces jefe de Gobierno.
En ese contexto, pude entrevistar a uno de los firmantes de esas solicitadas.
– Si esto le hubiera ocurrido a Macri, ¿estarías denunciando un golpe de Estado o marchando junto a los familiares?-, le pregunté.
Hizo un silencio.
– Seguramente estaría con los familiares-, reconoció.
Hasta Cromañón, el «progresismo» se había caracterizado por acompañar a los familiares de víctimas, en los casos en los que el Estado hubiera estado involucrado, por acción u omisión. Pero, ante la nueva tragedia, alguna gente había decidido no hacerlo, tal vez porque las víctimas no eran militantes, o porque no eran progres, o porque eran pobres o porque sus denuncias afectaban a a «uno de los nuestros». Los familiares, entonces, marchaban casi en soledad.
Con el tiempo, esa lógica se transformaría en un rasgo repetido y central de una cultura política: la muerte de los otros sensibiliza sólo si sirve para denunciar a un enemigo político y, en cambio, fastidia cuando la denuncia de los familiares de las víctimas afecta a los «del palo».
Es una manera muy extraña de sentir la muerte de los otros.
Esta semana ocurrió un episodio que refleja una vez más esa lógica. El jueves por la mañana, en una sede de la ANSES de Mar del Plata, se pegó un tiro el jubilado Rodolfo Estivill. El desgarrador episodio fue filmado, se viralizó y sacudió a todos. En pocos minutos, figuras muy representativas del kirchnerismo acusaron al gobierno de Mauricio Macri por esa muerte. El candidato a senador nacional Jorge Taiana, la diputada nacional Mayra Mendoza, la ex funcionaria María José Lubertino, el diputado Edgardo De Petri, la ex ministra Nilda Garré, el ex vicegobernador Gabriel Mariotto fueron solo algunas de esas personalidades, a las que se sumaron numerosos periodistas de ese sector. Para entender la magnitud de esta reacción basta con mirar la transmisión que, esa misma tarde, hizo Victor Hugo Morales en C5N.
En pocas horas, las sobrinas de Estivill desmintieron las interpretaciones apresuradas. La víctima no padecía de apremios económicos, dijeron. Su muerte no tiene nada que ver con la política. Estivill era un hombre solo, y se lo veía triste, aunque solo él podría explicar por qué se mató y por qué eligió ese lugar. O sea: Macri no era responsable del suicidio. Nadie se avergonzó de haber utilizado el dolor de una familia para lograr una «ventajita» política. Nadie pidió disculpas.
Entre Cromañón y el suicidio de esta semana han ocurrido muchos otros episodios que exponen la manera, digamos, tortuosa con que el kirchnerismo -o al menos el sector más influyente de él- se relacionó siempre con la muerte de los otros. Algunos episodios muy recordados sirven para entender este patrón. Hay casos en los que la muerte directamente no importó: en la primera quincena de diciembre del 2013 se produjo una huelga policial en varias provincias. Un número no determinado de argentinos -en ningún caso menor a veinte- murió como consecuencia de la represión a los saqueos, que se multiplicaron ante el vacío de poder. Mientras eso ocurría, Cristina Fernández de Kirchner bailaba en un acto en Plaza de Mayo sin hacer referencia a las víctimas. Las muertes nunca fueron investigadas. En ese mismo año, Marco Antonio Guerra, uno de los colaboradores más cercanos de Milagro Sala, asesinó a Luis Condorí, un poblador de Humahuaca, que resistió la toma ilegal de terreno por parte de la patota del primero. El «progresismo» no reaccionó: Milagro es «una de las nuestras».
En otros casos, la muerte se usó para ensuciar a un adversario. En octubre del 2010, la patota de un sindicato oficialista asesinó al militante de izquierda Mariano Ferreyra. Esa noche, en el programa oficialista más agresivo, se acusó a Eduardo Duhalde por el asesinato: los voceros de esa denuncia fueron Hebe de Bonafini y Juan Cabandié.
El caso más ilustrativo de este tipo de reacción fue, claro, la tragedia de Once. Nadie podía ignorar lo que estaba ocurriendo. Hubo accidentes graves, que generaron muertos y heridos antes del episodio final. Los organismos de control advirtieron decenas de veces por escrito sobre lo que iba a ocurrir. Los canales de televisión se cansaron de mostrar cómo los trabajadores del Sarmiento viajaban al borde del abismo. Los usuarios se rebelaron varias veces ante las repetidas humillaciones. Cuando la Justicia revisó el caso, llegó a la misma conclusión en todas las instancias: el tren Sarmiento había sido vaciado por una alianza de funcionarios de alto nivel y empresarios riquísimos y ese vaciamiento fue clave para que se produjera la tragedia. Todos están condenados.
Ninguno de los que repudiaron al Gobierno por el suicidio de Mar del Plata participó de un solo acto para pedir Justicia por los muertos de Once. Algunos de ellos incluso militaron de manera agresiva para que todo ese desastre cayera sobre las espaldas de un trabajador. Como los de Cromañón, los familiares de Once marcharon solos: los artistas sensibles no se les acercaban.
Hay muertes por las que se acusa al poder, aun cuando no haya nada que lo involucre: el jubilado de Mar del Plata. Y hay otras muertes por las que se exculpa al poder, aún cuando todas las pruebas lo señalen como responsable.
Más todavía: ¿cómo fue que algunas personas que habían sido cómplices de la dictadura, o incluso estaban denunciadas por crímenes atroces, eran tratadas como compañeros por la dirigencia kirchnerista? ¿Y cómo ocurrió que otras eran juzgadas en plaza pública pese a que habían arriesgado sus vidas al denunciar los crímenes en el momento en que ocurrían? Los casos de César Milani y Magdalena Ruiz Guiñazú son muy elocuentes al respecto. A veces, al mismo personaje, se lo perdonaba o se lo ensuciaba según como evolucionara la relación: al grupo Clarín se lo disculpó en los tiempos de las buenas relaciones y se lo denunció después; a Jorge Bergolgio se lo denunció primero, se lo exculpó después. A Daniel Scioli se lo acusaba por esconder muertos en las inundaciones de La Plata o por aplicar el gatillo fácil en José León Suárez. Eso cuando era un enemigo. Cuando fue candidato, todo eso quedó en el olvido.
En las horas posteriores al suicidio de Estivill, algunos de los acusadores de Macri intentaron un contrataque. Uno de ellos argumentó: «Los que ‘caranchearon’ politicamente sobre el cuerpo caliente de un fiscal… ahora se acordaron de los límites». Ese razonamiento fue muy utilizado en las redes: los otros también lo hicieron. Es cierto que la utilización política de la muerte trasciende al kirchnerismo, pero eso no lo disculpa: además, en pocos movimientos políticos eso ha sido tan recurrente. Pero las diferencias son obvias: Nisman apareció muerto horas después de haber denunciado a la presidenta de la Nación; su familia reclama, como corresponde, una investigación imparcial; hasta la presidenta de entonces opinó en una carta pública que se trató de un asesinato y hasta sugirió el nombre del culpable. Y luego de la muerte del fiscal, todo el aparato de comunicación oficial se ensañó con él. Hay que elongar demasiado para que esa comparación funcione.
Alguna vez, un joven comienza a militar creyendo en un mundo mejor. Unos años después empieza a elegir entre las muertes: esta me conviene, esta mejor la tapo, esta la uso, la otra la ignoro. La del jubilado la revoleo, la de Once la escondo. Esta merece una canción emocionada; la otra, un repudio a quien se atreva a recordarla. Algo pasó entre ese joven idealista y el cínico -o peor, el enceguecido- que recurre a cualquier recurso con el objetivo de… en fin, vaya a saber con qué objetivo. Esta semana, una vez más, se vio con claridad esa transformación tan triste.
– Por Ernesto Tenembaum
– Fuente: Infobae
Cuando el kirchnerismo expone sus peores rasgos
Este momento de campañas sucias cruzadas no amerita contestarle a esta Periodista «a sueldo» del establisment; pero curiosamente, siempre ponen en la cima, el nombre y la figura de la Jefa de Unidad Ciudadana, lo que «desenmascara» un infantil propósito descalificatorio, que me despierta una natural sospecha de cuáles son las intenciones directas del supuesto comentarista. Llueve en la Antártida y Cristina tiene la culpa. Se mata un anciano en el Anses y las medidas económicas macristas nada les atañe. Hasta cuando van a seguir engrandeciendo «gratuitamente» la persona de Cristina, con estas indecorosos comentarios de forzada culpabilidad. Por eso con sincera honestidad, le dijo Tenembaun:¡Déjese de joder ! con acusaciones mentirosas.