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sábado, noviembre 23, 2024

El ataque de la izquierda revolucionaria a la democracia republicana

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En mayo de 2016 (hace un año y medio) Guillermo Martínez Agüero, ex combatiente de la organización guerrillera Montoneros, cuñado del “Pepe” Firmenich, y hoy Secretario General de la CTA Mendoza, expresó en una entrevista radial que en la Argentina “hay todavía una Revolución pendiente”, y luego, citando al historiador marxista Rodolfo Puiggrós, agregó que “para llevarla adelante se necesitan masas, política y armas”. Antes de eso, frente a otro periodista había afirmado que, para quienes piensan como él “la única Democracia es la que surge de una revolución”.

No solo los viejos y nuevos montoneros enrrolados en el Frente para la Victoria aborrecen la democracia republicana; tampoco comulgan con ella los herederos del PRT-ERP, el trotskismo, el maoísmo y el guevarismo en sus distintas vertientes. Hacia la derecha del arco político, el mismo convencimiento tienen los nazis criollos que siguen a Alejandro Biondini. Pero es que José Stalin y Adolfo Hitler no eran muy republicanos que digamos.

Cada habitante de esta Argentina tiene el derecho de pensar como quiera; no se trata de un derecho otorgado por Alberdi, Sarmiento o Perón, sino un precepto que está establecido en la Constitución desde 1853. El problema para todos los habitantes es cuando, para pretender imponerte esas ideas, un militante político o un rufián cualquiera no usa las palabras o un manifiesto escrito sino un garrote, una piedra, una molotov (…o un fusil como pregona el compañero Martínez Agüero). Y eso sí la Constitución no te lo permite; y si te hacés el loco y violás esa norma hay una sanción penal que la Justicia tiene la obligación de aplicarte.

El lunes 18 pasado mientras en el Congreso Nacional deliberaban los legisladores elegidos por el voto popular y democrático, afuera un grupo numeroso de violentos rompía todo, desde la cabeza de los policías que protegían los bienes comunes o de un periodista crítico de la violencia, hasta las vidrieras de decenas de negocios, con el propósito de crear el caos, paralizar el Congreso o, de no lograrlo, torcer la decisión que seguramente iba a tomar la mayoría de los legisladores. No tenían armas de fuego, es verdad, pero tenían todo lo demás que necesita un violento para hacerse notar.

Es difícil saber cuántos de esos tipos son cuadros políticos que tienen claro lo que quieren y cuántos son lúmpenes* que aquellos vivos aprovechan para sus fines ideológicos. Con seguridad muchos de los jóvenes que iban al frente y agredían a los policías apenas saben leer y escribir, ya que son producto de las políticas de exclusión que el Peronismo aplicó durante los años noventa y que luego se reprodujeron en las décadas siguientes. Lo que se apreciaba era la organización que tenían: actuaban en forma coordinada, sabían cuándo atacar, cuándo retroceder, respondían a una táctica previamente diseñada.

Mientras, dentro del recinto, los representantes de los partidos políticos perdedores en las dos últimas elecciones desplegaban su tremenda hipocresía con el ánimo de enfrentar a los legisladores del enemigo común Macri. El trotskista Nicolás del Caño a los besos con Felipe Solá, el operador de Menem en las privatizaciones de los noventa; el kirchnerista Chivo Rossi con el empresario massista De Mendiguren; el marxista Kicillof con el playboy Facundo Moyano, hijo del empresario y sindicalista que está al frente de la CGT; Vicky Donda, una de las referentes de Libres del Sur, la agrupación que se dice heredera de Agustín Tosco, del brazo de Graciela Caamaño, la mujer del sindicalista millonario y alcahuete de Menem, Luis Barrionuevo; el millonario José Luis Gioja, amigo de la minera canadiense The Barrick Gold Corporation, reclamando por los derechos de los jubilados por quienes jamás se preocupó. Todos ellos tratando de dilatar la sesión de Diputados con interrupciones permanentes para dar tiempo a que la militancia violenta de afuera pudiera hacer su trabajo.

Felizmente, ese día el Congreso Nacional siguió deliberando hasta concluir con la votación tal como se había previsto en el orden del día, más allá de que nos guste o no el proyecto de ley aprobado. Una verdadera tragedia sería el día en que el Poder Legislativo de la República deba cerrarse, aunque sea temporalmente, por la decisión de un grupo más o menos numeroso de violentos. Recordemos que, en 1933, cuando los nazis eran todavía una minoría en Alemania y no podían imponer las leyes que el Partido Nacional Socialista necesitaba, Hitler decidió incendiar y destruir el Reichstag, el parlamento del estado democrático. Ese fue el principio de la larga noche que sobrevino a ese país.

El Viejo Perón puede ser hoy cuestionado o no, pero cuánta razón tenía cuando enfrentó en el ‘74 a los jóvenes pequeños burgueses que habían llegado desde el nacionalismo católico para coparle el Movimiento y, luego de llamarlos “estúpidos imberbes”, los echó de la Plaza de Mayo.

Nota del autor: (*) más allá de la definición de “lumpen proletaries” que Marx y Engels dan en el Manifiesto de 1848, el término “lumpen” proviene del alemán (el idioma natal de Marx) que significa “andrajoso” o “desposeído”.

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