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sábado, noviembre 23, 2024

El papel de la Universidad en la Sociedad de Ignorantes

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Sobre las universidades se ejercen algunas presiones. Como resultado de ello, puede observarse una crisis en torno a la misión que ha de tener la institución universitaria: debe trabajar para crear conocimiento científico, para solucionar retos de competitividad, o para implicarse en acciones sociales y políticas.

Estas presiones sorprenden a las universidades inmersas en una sociedad que muestra más ignorancia que nunca antes. En este trabajo, la universidad se presenta como la institución que puede crear sabiduría a partir de este estado de ignorancia. Para ello, será necesario poner en marcha algunas acciones trascendentes: potenciar el trabajo conjunto entre varias disciplinas, fomentar el contacto directo con los retos sociales, abandonar la habitual actitud de obediencia y optar por la acción autónoma y responsable, establecer criterios de calidad relevantes, y construir sociedad e institución universitaria a partir del diálogo con políticos comprometidos, empresas locales o cooperativas, y organizaciones de la sociedad civil o movimientos sociales.
Palabras clave: compromiso social de la universidad, sociedad de ignorantes, ética universitaria, criterios de calidad.

Sociedad del conocimiento

Todo posee alguna frontera en algún momento y en algún lugar. Pero al día de hoy no la hemos encontrado en lo tocante a la imaginación de las personas para crear imágenes, símbolos, perspectivas, interpretaciones…

Uno de los productos frecuentes de esa imaginación sin aparentes restricciones es la facilidad para nombrar, para bautizar momentos históricos, complejos como pocas cosas, con un denominador común. Éste en el que nos encontramos ahora ha sido renombrado ya en tantas ocasiones que bien podría alguien dedicar una tesis o un grueso libro a identificar y explicar cada uno de los títulos que encabezan la época que vivimos. No obstante, de entre todas sus denominaciones, la de “Sociedad del Conocimiento” cuenta tal vez con más adeptos que ninguna otra, intelectuales que justifican principalmente el nombre a partir del papel fundamental que la educación debe desempeñar en la creación y gestión del conocimiento (Tedesco, 2003).

Si bien parece que la denominación termina siendo utilizada para casi cualquier cosa (Álvarez y Echeverría, 2006), lo que más llama la atención es la perspectiva dominante y mayoritaria que juega con ello. Tal y como describe Méndez (2006), debe ser denunciado que un concepto tan pedagógico como el conocimiento esté siendo utilizado casi únicamente por la dimensión de los expertos en economía y globalización, de tal forma que las épocas terminan siendo observadas desde la óptica del tejido productivo: de economía agrícola a la economía industrial y de ésta a la del conocimiento. Desde tal posición, el papel que se ha esperado siempre de la educación ha sido el de suministrar mano de obra adecuada a cada periodo: enseñanza primaria para la economía agrícola, enseñanza media para la economía industrial y, ahora, universidades para la economía basada en el conocimiento (Lamo de Espinosa, 2001). Obsérvese, por ejemplo, la siguiente declaración: “La demanda creciente de tecnología por la sociedad, la necesidad de innovar de modo permanente para mantener el vigor del tejido empresarial y de la actividad económica y la importancia de la formación de capital humano muy cualificado exigida por la sociedad del conocimiento, requieren de la universidad el ejercicio de nuevas funciones y nuevos compromisos con la sociedad, que la convierten en motor del desarrollo y en agente especial de movilidad social.” (Fundación CYD, 2006).

Parece claro, pues, que la universidad está llamada a desempeñar un papel fundamental en la sociedad del conocimiento: el de solucionar los nuevos problemas que enfrenta el anhelo del crecimiento económico desde su especificidad cualificada. La reforma universitaria que enfrenta Europa desde hace diez años es una buena prueba de ello: los movimientos que registra, si bien cuentan con importantes correlatos interesantes desde un punto de vista educativo, se ajustan como un guante a las necesidades que demanda saciar el mercado (Rizvi, 2006). No en vano la reforma europea, que siguen con devoción prácticamente todas las universidades del planeta, tiene como objetivo convertir a Europa en la economía más competitiva del mundo (Manzano y Andrés, 2007). Así, algunas de las reestructuraciones que se exigen a la institución de educación superior para cumplir con el objetivo indicado son: investigación adaptada al logro de ventajas competitivas, formación de profesionales capaces de adaptarse en tiempo, espacio y motivo de trabajo, incentivo de la autoformación a lo largo de toda la vida con el acicate de la competitividad laboral, inclusión de los agentes del mercado en los centros de decisión universitarios, reducción del respaldo económico estatal y aumento de la dependencia de espónsores empresariales, etc.

Los atractores de tales movimientos cuentan, a su vez, con multitud de consecuencias y de instrumentos programados para el éxito de la tarea. Uno de ellos, de envergadura acelerada, es la virtualización. Hablamos entonces de universidades digitales, cuya formación se dirige a la procura de los profesionales que se requieren en esta sociedad del conocimiento (García Ruiz, 2008), construyendo lo que está comenzando a ser denominada la e-universidad (Royero, 2007).
Se trata sin duda de una carrera frenética parecida a la del gatito que persigue su cola sin alcanzarla nunca, en un contexto de taquicardia.
Frente a este episodio histórico donde la presencia de las argumentaciones económicas se encuentra inflamada, surgen multitud de voces que llaman hacia una reapropiación del conocimiento desde perspectivas pedagógicas, humanistas, éticas, emancipatorias, etc. Así, Herrán (2003) denuncia que no nos encontramos en la tan anunciada sociedad del conocimiento, sino en la sociedad del acceso a la información, a la que pertenece sólo una quinta parte de la humanidad. En este sentido abunda el precioso volumen de la UNESCO (2005) donde deja sentado que nuestra sociedad no es hoy del conocimiento, pero que hemos de prepararnos para ello, implicando a las universidades, como al resto de las instituciones educativas, en la aventura de procurar un horizonte del conocimiento altamente inclusivo en una sociedad que requiere, por encima de todo, justicia. Por ello, Siegel (1984) afirmaba que no basta con el conocimiento, es necesario conocimiento con compasión.

Sociedad de ignorantes

No vivimos en ninguna época que merezca el pomposo nombre de “sociedad del conocimiento”.

Con sinceridad, sabemos que no es cierto.

Vivimos, más bien, en la sociedad de ignorantes. Nótese que evito utilizar el mismo mecanismo generador y sortear la tentación de proponer “Sociedad de la Ignorancia”. Creo que jamás hemos aglutinado más conocimiento, si bien en una suma mayoritariamente desconectada y en una dirección predominantemente vergonzosa. El problema no es tanto que la sociedad en sí sea ignorante (tampoco afirmo, de momento, lo contrario), sino que somos sus miembros los acreedores del adjetivo. Siempre ha sido así aunque nunca como hoy.
Es importante reconocer que cualquier persona, tomada al azar, resulta ser en mayor medida ignorante que sabia, dado que siempre queda más por saber que lo sabido. Recordemos la sentencia de hace más de dos milenios con la que Sócrates termina siendo conocido por muchos mortales: yo sólo sé que no sé nada. La capacidad individual es claramente limitada.

Considerando este límite natural a la vez que histórico, ¿somos más ignorantes ahora? ¿Podemos defender esta tesis? Es posible asumirlo principalmente por tres argumentos.

Argumento de la complejidad

La sociedad jamás ha sido tan compleja como lo es hoy. Nunca el reto de saber ha sido tan imperioso a la vez que tan difícil de alcanzar.
El mundo ha crecido. El contexto en el que las personas nos manejamos no es el de nuestro pueblo o ciudad. No lo es en multitud de aspectos: busco trabajo en muchos lugares, la ropa que me viste ha sido elaborada en varios puntos del globo, siguiendo el modelo de la fábrica difusa (Coq, 2003), las noticias que alimentan el televisor provienen de muy lejos, la crisis que padece mi ciudad nació a miles de kilómetros, el virus con el que enferma mi vecino ha sido importado desde un lugar recóndito, la comida que he adquirido en el supermercado se elaboró en una región que jamás pisaré, con ingredientes de otro punto planetario cuya existencia desconozco y procesado con mano de obra de un país que no sabría situar con exactitud.

La complejidad del sistema de referencia de los humanos ha crecido drásticamente. Ello exigiría de quienes intentan adaptarse a él, moverse por él o superarlo, una complejidad aún mayor (Wagensberg, 1995) para evitar el anunciado fracaso en la tarea. No parece que avancemos en este sentido. Un contexto complejo no puede ser abordado desde una perspectiva simple.

Intentarlo de ese modo genera lo que observamos: ignorancia.
Y lo complejo, tras el muro de la ignorancia, se hace invisible.
Se me pierden, como miembro de la sociedad actual, muchas causas y muchas consecuencias, muchas localizaciones de los acontecimientos en la tupida red de eventos entrelazados que caracterizan el mundo que vivimos. Jamás un humano podría sentirse más perdido que hoy en el intento de comprender lo que ocurre. No es una limitación cerebral. Es el resultado inevitable de la sociedad que estamos construyendo.

Argumento de la intermediación

Jamás hemos dependido tanto de intermediarios para rozar el conocimiento. Cada vez más sabemos menos de nuestro entorno más inmediato (en el que solemos, además, estar “de paso”) y “creemos” saber más del mundo, si bien este conocimiento de calidad dudosa llega tremendamente adulterado tras atravesar densos y unificantes procesos de selección, redacción, coherentización (forzar la identidad de los eventos transmitidos de tal forma que sean coherentes con el imaginario que se está construyendo) y puesta en escena. De esta forma, cada vez nuestro conocimiento es más dependiente del interés de otros y estos otros se encuentran plenamente instalados en un funcionamiento y estructuración sociales cuyo estatus no están dispuestos a modificar. Los espectadores de los medios de comunicación, los consumidores de la intensa labor de intermediación entre nuestro hambre de saber y la materia prima que lo sacia, no tenemos buenas herramientas para contrastar noticia y realidad (Fernández García, 2003). Nuestro saber sobre el mundo, por lo tanto, es una construcción que no reduce la ignorancia sino que la alimenta.
Rafael Vidal (2005) sugiere un sistema de categorías que describe cómo los medios de comunicación no sólo trabajan para el poder sino que son poder y procuran el mantenimiento de tal situación, una forma de funcionamiento que, cuando menos, debería hacer desconfiar a los medio-dependientes acerca de cuán pertinentes son las imágenes sobre el mundo que se construyen desde el acceso a los intermediarios:

– 1. No recursividad: no comunican sino impiden la comunicación, normativizando una experiencia singular no compartida y practicando la tiranía del emisor.

– 2. Espectacularización y estetización de la realidad: se utilizan las imágenes como mediadoras de las relaciones humanas cuando las imágenes se generan desconectadas de la realidad.

– 3. Desmovilización y des-responsabilización: confunden la ficción melodramática con la política y sustituyen las inquietudes sociales por la mirada fascinada ante la puesta en escena del poder.

– 4. Mercantilización de la vida social: construye la identidad primaria a partir de la función de consumo. Gracias a ello, “los medios suprimen cualquier posibilidad de una esfera pública crítica y transgresora, impulsando la existencia individual a una lucha banal de todos contra todos por la siempre insatisfecha consumición compulsiva de lo irreal” (23).

– 5. Anticipación y reducción de los acontecimientos: fabrican los discursos al uso y alimentan una interpretación singular y cerrada de los acontecimientos y los no-acontecimientos.

– 6. Desmemorización y desfuturización: la rápida sucesión de imágenes de no acontecimientos centran la realidad del receptor en lo fugaz y el olvido. Los medios fabrican realidades presentes sin pasado ni futuro.

– 7. Deslocalización y desmaterialización: la velocidad infiere una sensación de ausencia de territorio para la experiencia humana generada desde los medios y adoptada como propia.

El famoso texto de referencia de Chomsky y Ramonet (2001) abunda de forma más cruda en el mismo sentido. No obstante, aún manteniendo distancia con respecto a una visión oscura sobre el papel de los intermediarios de la información, es fácil identificar en esta perspectiva aspectos de gran contundencia sobre el funcionamiento de los medios de comunicación y sus efectos en la construcción de una imagen sobre el mundo. Como consecuencia, ¿resulta defendible la idea de que la intermediación genera conocimiento? ¿No fabricamos aún mayor ignorancia al prescindir de la construcción directa del conocimiento de lo cotidiano a cambio de la aceptación acrítica de la realidad producida desde tales centros de poder?

Argumento de la ceguera

Fruto de una presión sin precedentes para rendir (o competir, como prefiere decirse), el conocimiento se encuentra cada vez más parcelado y los individuos que aspiran a saber se concentran en un compartimento cada vez más pequeño que les requiere mayor esfuerzo de concentración. El resultado es lo que Morin (2001) denomina inteligencias ciegas y Vilar (1997), microsabios macroignorantes, personas capaces de saber muchísimo sobre algo irreal, puesto que obedece a un campo que sólo existe en el ámbito del estudio, desconectado de un contexto más amplio que les resulta desconocido. Tales engendros de nuestro funcionamiento social quedan inhabilitados para conocer el mundo y, por tanto, para actuar en él de forma cabal.

En definitiva pues, somos cada vez más ignorantes porque es más complejo lo que nos rodea, porque hemos renunciado al conocimiento directo del entorno a cambio de la sensación de conocer mediante la digestión externa y porque preferimos pensar que somos quienes más sabemos sobre algo minúsculo perdiendo la visión de conjunto.
El sueño es, sin dejar de ser irremediablemente ignorantes en el plano individual aislado, trabajar para la construcción de una sociedad sabia. Esto es posible, pero totalmente inviable desde un proyecto individualista. Sólo puede ser una aventura colectiva mediante conciencia colectiva.

Ésta es la misión de la Universidad: cómo crear sabiduría social inserta en el contexto descrito. Tal cometido exige, obviamente, intervenir en el contexto y modificarlo. Confieso en este espacio que la masa de ignorantes (en la que me incluyo) no puede ser el resultado final de ese trabajo universitario prolongado, sino la materia prima de la que partimos. En sentido estricto, la sociedad sabia requiere también sabiduría de sus miembros. Se trata pues de un camino de dos vías paralelas.

Unos apuntes sobre sabiduría

Los hechos no existen por sí solos ni se mueven aislados. Participan en estructuras que los organizan y que construyen entidades con sentido. La figura 1 intenta expresar esta idea de una forma simplificada. Los hechos, construidos mediante procesos selectivos de atención, mediante simplificaciones y reducciones (Lizcano, 2000), son sometidos frecuentemente a procesos de medida, a la asignación de números que cuantifican los acontecimientos. La medida es más habitual en unos contextos que en otros. En el mundo de la ciencia se vive mayoritariamente como un proceso inevitable y una bandera de fuerza en la producción de conocimiento. La suerte, no obstante, es muy diferente según la disciplina. En las ciencias de corte social como la pedagogía, la psicología, la sociología o la economía, por ejemplo, la asignación de números a hechos resulta especialmente delicada y está sujeta a mucha discusión, confusión y falta de espíritu crítico (Rodríguez Sosa, 2004).

Los datos son organizados, dispuestos unos junto a otros, contabilizados, resumidos, procesados y presentados de tal forma que se genera lo que denominamos información. La información es el máximo nivel transmitible a juicio de muchos (Canals, 2003) pues, aunque podemos comunicar hechos, datos e información, no es posible con el conocimiento. Éste nace necesariamente en cada persona que conoce.

Figura 1: realidad y conocimiento

El conocimiento surge cuando la información cobra significado. Para ello, ésta emerge y se asocia con el conocimiento previo de que dispone la persona que conoce. Pero aún queda un estadio fundamental: la sabiduría. Ocurre sólo cuando el conocimiento toma contacto especial con el sustrato real, cuando se observan las cosas desde la globalidad, comprendiendo la complejidad de las situaciones reales.

En la sabiduría pierde sentido la frontera entre lo abstracto y lo concreto, entre la teoría y la práctica. Aún más importante, pierde su artificioso sentido la frontera entre la razón y la emoción.

La sabiduría es, entre otras cosas, conocimiento sentiente. La persona sabia no sólo sabe enlazar acontecimientos, teorías y prácticas, sino que conoce todo conscientemente desde el cerebro y el corazón. La persona sabia, en definitiva, es íntegra, no se encuentra parcelada.

El objetivo último y máximo, pues, es la sabiduría. Todo lo previo es un camino que sólo tiene sentido cuando se llega a aquélla. En ese camino, el recorrido incompleto puede llegar a ser peor que la inacción y la ignorancia. No existen los puntos de apoyo absoluto. La sabiduría surge de un proceso al que también fundamenta: hechos, datos, información y conocimiento se construyen de forma diferente según la perspectiva. Ojalá que ésta fuera siempre sabia. Por esta razón, adquiere tanto sentido un realismo crítico: si podemos idear diferentes construcciones sobre el mundo cercano y lejano, si podemos poner en marchas diferentes realidades, construyamos entonces aquéllas con mayor sentido, sabias desde el cerebro y el corazón, sumamente inteligentes y, por tanto, también emotivas y solidarias.

Ocurre, además, que la construcción de toda la estructura de conocimiento es conjunta y no individual. Ciertamente que el adjetivo sabia se encuentra cojo sin el sustantivo persona. Pero todo el camino es social. Los conocimientos interactúan, la construcción de hechos se comparte, los procesos de medición y organización obedecen a convenciones. Y cuanta más gente sabia, más sabiduría individual está al alcance de ellas y de las demás. Todo el proceso, todo el ciclo se encuentra profundamente sumergido en una comunidad de personas.

El acceso a la sabiduría es mucho más que un derecho individual, es una necesidad colectiva. Por esta razón es tan importante no sólo la persecución de poder saber sino también la aspiración de igualdad en ello. Un planeta donde coexista un selecto grupo de sabios junto a una inmensidad de ignorantes no sólo dice muy poco en favor de los primeros, sino que sirve para casi nada. Los grandes desequilibrios de conocimiento generan más desequilibrio, puesto que facilitan dependencias que se alimentan a sí mismas, además de sostener el inmenso hambre de conocimiento y sentido únicamente en unos pocos individuos. Es un lujo que una sociedad inteligente no puede permitirse. Necesitamos aspirar a un planeta sabio porque está formado por personas sabias, una a una y no como suma o agregado final.

En esta época, tantas veces denominada del conocimiento, no ocurre nada voluminoso que vaya orientado hacia ese objetivo de sociedad inteligente. Más bien se busca dividir a la población en diferentes grupos con accesos dispares al conocimiento y funciones diseñadas como mano de obra, desde quienes deciden y organizan lo que ha de saberse, hasta quienes quedan completamente excluidos del sistema.

Para conseguir este resultado es necesario mantener a los oprimidos en su condición de impotentes sociales, mientras que la parte más agraciada del planeta debe vivir con una cuidadosa paz de conciencia, basada en la ignorancia de los procesos y en el diseño de apetitos, deseos y necesidades ajenas a la realidad planetaria. De ello se cuidan, especialmente, las técnicas de persuasión y los discursos, además de los procesos unidireccionales de educación (Freire, 1970).

El papel de la universidad en la construcción de una sociedad sabia
Con la intención de construir una sociedad sabia –y por tanto justa– a partir de un estado histórico de ignorancia, que requiere grandes dosis de conocimiento pertinente, la universidad se muestra como una de las piezas fundamentales. Si es cierto que constituye el espacio por antonomasia para la creación y gestión de conocimiento de alta calidad, entonces cuenta con una responsabilidad histórica más acuciante que nunca en su trayectoria anterior.

En este camino liberador dentro y fuera de sus muros, la institución universitaria tendrá que vencer fuertes barreras, muros que ella misma ha colaborado en levantar. De entre un abanico amplio, cabría destacar principalmente: transdisciplinariedad y conocimiento directo, protagonismo en las reglas del juego, superación universitaria de las crisis y diálogo. Salvo este último, que será abordado en un apartado específico, veamos con ligero detenimiento cada uno de los componentes mencionados.

Transdisciplinariedad y conocimiento directo

El paradigma de la simplicidad ha procurado un sinfín de logros a la sociedad, tal vez preferentemente técnicos, pero logros al fin y al cabo. La ciencia se ha desarrollado a un nivel extraordinario y las profesiones han alcanzado su configuración actual. Este paradigma puede ser descrito con injusta brevedad señalando sus características más sobresalientes en torno a determinados dogmas de fe acerca de cómo se comporta el mundo y cuál es el papel de la investigación en su misión de procurar conocimiento. Algunos de estos dogmas son:

– 1. Todo puede ser reducido a un conjunto de partes más pequeñas que, a su vez, también admiten este análisis.

– 2. El conocimiento del conjunto se obtiene mediante síntesis, una vez analizados sus componentes.

– 3. El conocimiento es acumulativo: crece mediante el añadido de más unidades de conocimiento.

– 4. Es único: no hay dos conocimientos posibles sobre el mismo asunto.

– 5. Puede ser completo: basta con acumular lo suficiente como para aspirar al conocimiento absoluto sobre cualquier fenómeno.

– 6. El azar es error. El avance del conocimiento permite reducir el campo de lo aleatorio hasta eliminarlo por completo.

Esta forma de ver el papel de la investigación y la naturaleza del conocimiento, justifica, entre otras consecuencias, la parcelación extrema que observamos en las disciplinas. No sólo se distinguen éstas mediante estrategias de identidad cuidadas, sino que son intraparceladas en áreas, subáreas, temas de investigación, subtemas, etc.

Sin embargo, este modelo parece haber tocado techo. El paradigma de la simplicidad puede abordar con éxito la solución de problemas simples aunque muy complicados. Un ejemplo es averiguar cómo se comportará una nave espacial que se dirige hacia Marte, garantizando el momento, lugar y condiciones en que el aparato tocará la superficie. Pero es insuficiente para predecir qué va a ocurrir en las relaciones entre los cuatro tripulantes, más allá de algunos apuntes con una limitada seguridad. La experiencia en todas las ciencias muestra multitud de ejemplos y constataciones que contradicen los dogmas de la simplicidad: incluso en física (la llamada reina de las ciencias) se asume ya la condición natural del azar, como algo totalmente distinto del error; vamos reconocimiento que son viables varios conocimientos distintos sobre lo mismo; la acumulación de conocimiento no es lineal y en ocasiones hay que romper el vaso para comenzar otro a la luz de nuevos descubrimientos; etc.

Como respuesta, surgen las perspectivas de la complejidad, con muchos años y densísima producción científica y literaria. Dada su propia naturaleza, es difícil mantener la existencia de un paradigma de la complejidad, pero sí de algunos puntos comunes. Algunos de ellos son:

– 1. Además de considerar que el azar es, en parte, el nombre que ponemos a nuestra ignorancia, se acepta que es un derecho de la naturaleza (Wagensberg, 1985), lo que implica que es irreductible y hay que aprender a vivir con él.

– 2. Como el conocimiento está condenado a ser incompleto y las condiciones que justifican ciertas regularidades pueden variar, la incertidumbre es un estado natural y ha de ser aceptada dentro de los cuerpos de conocimiento.

– 3. Los sistemas complejos no pueden comprenderse mediante análisis/síntesis puesto que en ellos el todo es más que la suma de las partes (Britto, 2005).

– 4. La linealidad es o una excepción o una simplificación irreal. Los fenómenos se rigen más por una no linealidad multiplicativa (Mateo, 2003).

– 5. Los acontecimientos son interdependientes: un cambio en uno genera una reacción en el resto de consecuencias difíciles de prever en muchos casos. Esta circunstancia se ha ilustrado repetidas veces como efecto mariposa (Gómez, 2002).

– 6. Cada nivel de la naturaleza requiere un nivel de estudio. Con la física cuántica no puede explicarse el comportamiento humano. A mayor complejidad del fenómeno, mayor complejidad de la mirada.

– 7. Los sistemas organizados están compuestos por elementos fiables y precisos que generan imprecisión e inestabilidad. Los sistemas auto-organizados están compuestos por elementos poco fiables e imperfectos, que generan un resultado altamente estable y fiable (von Newman, citado por Morin, 1995). Las máquinas son sistemas organizados, mientras que los seres vivos son auto-organizados. Las primeras son complicadas y permiten un
enfoque simple. Los segundos son complejos y requieren un enfoque complejo.

– 8. La realidad no es necesariamente objetiva. La subjetividad construye realidad. Lo observado depende de quién observa.

– 9. La realidad compleja exige incluir el arte en el conocimiento científico (Wagensberg, 1985). Para Luhman (1998), las ciencias pueden aspirar como mucho a la complejidad, mientras que el arte llega hasta el sentido.

– 10. La realidad no entiende de disciplinas. La comprensión de los problemas reales y la generación de soluciones requieren posturas transdisciplinares. Pensar lo contrario es, al menos, una pretensión exagerada (Sotolongo y Delgado, 2006). Todas estas disquisiciones tienen una gran aplicabilidad a la hora de pensar cómo debería gestionar la universidad su misión de transformar la sociedad desde su condición de espacio del conocimiento. Una mirada al interior que guardan sus muros descubre que se encuentra fuertemente instalada en la simplicidad, un pensamiento simple que se dedica a separar con más facilidad que a unir, reproduciendo a nivel institucional los movimientos conceptuales que caracterizarían a un individuo de mentalidad poco integrativa (Lising, Chang, Hakuta, Kenny, Levin y Milen, 2003) ni compleja (Green, 2003). Requiere, por tanto, una revolución auto-organizadora.

Las propuestas que lanzo desde aquí, encaminadas a facilitar esa misión universitaria desde la superación del paradigma de la simplicidad, pueden ser esquematizadas en cuatro puntos.

– 1. Propiciar las inmersiones y las intromisiones (construir una actitud individual). Hay que dejar de mantener el dilema que obliga a escoger entre la protección de la identidad de una disciplina o su trabajo conjunto con otras. La experiencia demuestra que varios expertos monodisciplinares no sólo no confunden su identidad previa al trabajar conjuntamente, sino que consiguen al mismo tiempo un refuerzo de la identidad individual y la construcción de una nueva identidad colectiva, altamente eficaz en su cometido de creación de nuevo conocimiento. Observamos además que las grandes revoluciones que han tenido lugar dentro de cada disciplina han surgido ante el fuerte contacto con otras, como ocurre cuando ingresa en sus filas alguien con mente inquieta y una formación densa en otros campos del saber. La universidad transformadora debería estimular que sus expertos, a título individual, realicen incursiones en otras disciplinas diferentes a las suyas, se interesen por las investigaciones que se realizan en otros departamentos, colaboren aún esporádicamente en conversar con otros colegas científicos sobre los motivos que les ocupan en esos momentos, leer revistas que no son de su campo, etc.

– 2. Construir espacios de encuentro (construir una actitud colectiva). La multidisciplinariedad no es más que la coincidencia de varios expertos monodisciplinares al mismo tiempo. El objetivo es el aprendizaje mutuo y la complementariedad. El mero contacto es en sí fructífero aunque rápidamente limitado. Los espacios de encuentro, sean asociaciones, seminarios, asignaturas compartidas, etc. han de idearse para que no sólo consten del intercambio de miradas, sino para que incluyan el objetivo de generar miradas nuevas ante asuntos antiguos. Pensemos, por ejemplo, en un grupo de expertos en disciplinas diferentes que se reúnen periódicamente con el objetivo de diagnosticar la actualidad, aportando cada uno su mirada y planteando el objetivo de construir una visión compleja desde el grupo. No se trata de una conversación entre amigos que dejan el abrigo de la ciencia cuando entran en la sala. Es más bien una reunión científica, es el fruto del interés que rebosa en los participantes para aplicar sus conocimientos en la comprensión de los
fenómenos, sentados en la misma mesa donde otras personas expertas en sus respectivos campos construyen la misma intención. Si esta reunión periódica termina teniendo la forma de una asignatura que se oferta a estudiantes de diversas disciplinas, el beneficio que puede derivarse de ello será difícilmente mensurable: estudiantes que tendrán el lujo histórico e inestimable de pensar lo cotidiano desde una perspectiva compleja y docentes cuyo trabajo codo con codo les transformará como científicos y como personas.

– 3. Trabajar con motivos reales. No hay mejor forma de construir conocimiento complejo que utilizando el estímulo de acontecimientos reales. Éstos deberían ser cuanto más locales mejor, frenando la fuerte tendencia de las lógicas neoliberales que homogeneizan la educación (Rizvi, 2006). La globalidad se reproduce también en la localidad, más todavía en este momento histórico donde tantas crisis se encuentran mundializadas y todo parece encontrarse entrelazado con todo. Los entornos locales constituyen la prueba de fuego
para las disciplinas científicas: “¿No mantiene usted que su conocimiento es contrastado, elaborado, sólido? ¡Pues aplíquelo a este problema que camina ante su rostro!”. La experiencia compartida entre varios expertos disciplinares para comprender los acontecimientos y, mucho mejor aún, para diseñar vías de intervención demostrará cuán alejados se encuentran los motivos de estudio e investigación con respecto a los retos más urgentes ante los que se enfrentan la mayor parte de la población y la mayor parte del planeta. Trabajar transdisciplinarmente con motivos reales locales, directos, y más aún si son urgentes, constituye un reto difícil que puede desanimar en los primeros pasos y que, por tanto, exige una previsión y un diseño robustos. Se romperán varios dogmas de fe, caerán conocimientos instalados y emergerán otros, nuevos, con fuerza. Spencer (2008), por ejemplo, muestra cómo se construye compromiso medioambiental a la vez que calidad de aprendizaje y de creación de conocimiento cuando las tareas son diseñadas y dirigidas desde el trabajo conjunto de varias disciplinas.

– 4. Fomentar la locura. La expresión es arriesgada, pero representa bien la idea. Por desgracia, las instituciones de todo tipo huyen del riesgo, de la incertidumbre. Esta huida explica bien por qué las universidades suelen mostrar un comportamiento altamente obediente en varios planos, papel reactivo más que proactivo, asentado en el temor de equivocarse en soledad (“si erramos, erraremos todos”). Sin embargo, sin azar, sin estímulo de lo incierto, no surgirá nada realmente nuevo. Una universidad no sólo
transformadora sino que acepta su papel proactivo en la sociedad y en la ciencia procurará construir espacios, estructuras y funcionamientos que potencien la creatividad, lo inesperado, el azar… Esto es lo que puede parecer una locura. Y por eso es tan necesario en una sociedad que se aferra al daño conocido antes que a la incertidumbre de posibles soluciones novedosas. No defiendo a una institución universitaria cuya definición básica sea la locura. Mi intención es proponer la creación de espacios específicos y de alentar en la institución tendencias auto-discrepantes en todas sus áreas.
La promoción de una universidad consciente de encontrarse inmersa en contextos complejos que requieren miradas complejas, redundará asimismo en una universidad más justa (Cunningham, 2007), pues la construcción de justicia implica manejar situaciones, dimensiones y argumentos de naturaleza compleja.

Protagonismo en las reglas del juego

Llegó la cita, como siempre, por la noche.

Todos los martes mi familia en el salón,

haciendo un círculo en torno a aquella mesa.

Mi tío delante y frente a él, temblando, yo.

Sentó en su silla, sonriente y dominante.

Y yo en la mía, como siempre, en el rincón.

Comenzó el acto escupiendo sus preguntas.

Y como pude se las respondía yo.

Sin variaciones transcurrió así cada martes,

hasta aquel día en que mi futuro cambió.

Por vez primera leí el respaldo de mi silla:

con letras grandes vi escrito PERDEDOR.

Quedé en pie, mirando fijo a mi tío.

Súbitamente su faz de dios le cambió.

Le dije “Algo nuevo pasa en este juego,

pues las preguntas, desde hoy, las haré yo”.

A mí el tren en marcha me trae sin cuidado.

Si no me monto, no me monto y se acabó.

Me da igual lo que me ofrezcas por la tele.

Que mis anhelos los he dibujado yo.

Desde aquel día, si con Lázaro tropiezo,

digo “¡Levántate y camina, perdedor!

¡Mira el respaldo de la silla que utilizas.

Juega tu juego mas no el que otro diseñó!

El protagonista de la historia obedecía cada martes a un patrón que él no había ideado, ni decidido, ni reflexionado. Era sometido a una situación vejatoria, donde un adulto tomaba las decisiones y el chico debía ser capaz de responder a las elevadas expectativas. Pero un día comprendió el alcance de lo que estaba ocurriendo. El adulto construía las reglas del juego a su medida. Jamás iba a realizar una pregunta cuya respuesta no conociera previamente. Jamás, por tanto, el discípulo podría superar a su maestro. La máxima aspiración que cabía en el corazón del joven era igualar, circunstancia que tendría lugar cuando se mimetizara con el modelo. Esta situación opresora tenía lugar en un contexto coherente con ello: espectadores que mantenían la violencia del fenómeno aliados, por inercia e inacción, con el adulto ya que aceptaban sin reparos las reglas del juego. El acto de esperanza fue una rebelión, una liberación basada en la conciencia. Cuando el muchacho comprendió lo que estaba ocurriendo tuvo el coraje de exclamar “¡Ya basta! ¡A partir de ahora yo haré las preguntas!” De ahí ese caminar erguido, propio de uno de los bienes más preciados que acompañan o pueden acompañar en la vida, la dignidad.

La universidad transformadora ha de ser primero digna si quiere aspirar a colaborar en la construcción de un mundo digno. Comparto en estas líneas mi sólida convicción de que no es tal cosa precisamente a lo que se dedica la institución. Muy al contrario ha tomado la decisión de responder de forma acrítica, pero eficaz y a ser posible eficiente, a las preguntas que son diseñadas fuera de sus muros por entidades que, reconozcámoslo, no tienen una experiencia directa de los grandes problemas que asolan a las mayorías, como la pobreza, el hambre, la guerra (no diseñada o decidida, sino padecida en propia carne), las opresiones, los desequilibrios de poder, la falta de acceso a los recursos, etc. En un mundo difícil de ser asumido como justo, donde se requieren grandes dosis de conocimiento complejo y comprometido, la universidad no podrá desempeñar su labor

emancipadora si ella misma no es capaz de emanciparse.

La canción es un extracto de la original, “La silla”. Su letra completa y el archivo sonoro pueden consultarse en http://personal.us.es/vmanzano, sección “libre distribución”.

El primer paso es cuestionarse el propio comportamiento, es preguntar por quién hace las preguntas, es llevarlas a la conciencia. El siguiente requiere autonomía: plantear cuáles son las preguntas relevantes a las que debería dar respuesta la universidad. Y el último, coraje: embarcarse en construir consciente y coherentemente las respuestas. En suma, hablamos no sólo de relevancia social de la institución, sino de dignidad.

La universidad se ha dejado llevar por miedo y por falta de conciencia histórica de sus dirigentes.

Ha padecido y padece el mismo proceso que describe a otras instituciones de gran envergadura como la Iglesia o los partidos políticos. Nacen con una misión, la mantienen escrita en sus postulados teóricos, tal vez incluso la enmarcan y la exponen al público. Pero la práctica les distancia de esos cometidos grandielocuentes. En esa práctica, la organización original (si alguna
vez lo fue) termina sufriendo un proceso artrítico que podríamos bautizar como estructuralitis. La estructura y su funcionamiento llegan a alcanzar tal envergadura que consumen buena parte de las energías de sus miembros. Más tarde o más temprano, son los especialistas en la estructura y en la misión de mantenerla a lo largo del tiempo quienes ocupan los cargos de mayor poder y responsabilidad. Su objetivo real llega a alejarse tanto del que permanece enmarcado que resulta claro cuál es el cometido de la organización: la supervivencia o, mejor, el crecimiento, la expansión, triunfar a los ojos de los criterios del momento.

La universidad se encuentra sometida a varias crisis, que comentaré algo más adelante. Su postura no es la rebelión frente a tales presiones, sino procurar la salida más airosa, la menos costosa, la más segura, la menos atrevida… En suma: la que se ha diseñado desde fuera de sus muros a partir de las instancias de un poder que jamás se cuestionará a sí mismo ni cuestionará la estructura social injusta que hace posible su estatus.

Dedicada a responder como puede, lo más rápido que puede y con las mayores dosis de imitación de que es capaz, la universidad ha renegado de su papel fundamental en la creación de las preguntas relevantes en este momento histórico y en su contexto específico. Un buen ejemplo de ello es la forma en que la institución aborda el legítimo movimiento de cuestionar la calidad de lo que lleva a cabo.

La aspiración de calidad es legítima e incluso exigible. Sea privada o pública, la institución universitaria consume recursos de la sociedad en la que se inserta y genera consecuencias trascendentes. Esta relación continua exige una preocupación constante por un trabajo serio, de calidad. Existen dos grandes recursos para procurarla: metodológico (poner en marcha los mecanismos que se han probado eficaces en la consecución de calidad) y evaluativo (establecer criterios y herramientas para medir la calidad en términos de estado o resultado). Sería deseable que la universidad instaurara en ella misma ambas perspectivas, poniendo en marcha sistemas de evaluación que redundan en importantes mejoras para la institución y la sociedad (Taras, 2008).

Y lo está comenzando a realizar.

No obstante, el movimiento se caracteriza, básicamente, por dos fuerzas, en ninguna de las cuales participa proactivamente la institución universitaria:

– 1. Importación literal de los estándares de funcionamiento y medida utilizados en el mundo empresarial. Constituyen un ejemplo de gran interés, puesto que la dimensión empresarial lleva trabajando los mecanismos de calidad desde hace tiempo, generando multitud de productos relacionados. Hoy lo habitual es encargar a una empresa especializada la instauración de los mecanismos y/o la medida de los estados. Como resultado, es frecuente que las organizaciones evaluadas ostenten algún tipo de acreditación, un sello de calidad, por ejemplo. El sello constituye tanto una imagen de garantía para el cliente de la empresa como un componente de marketing vacío de significado real. Las implementaciones concretas se mueven entre ambas características.

– 2. Aceptación de los mecanismos estatales. Cada vez es más nutrido el grupo de los Estados que han decidido medir la calidad de sus universidades y establecer instancias específicas para valorar el comportamiento de las instituciones, la pertinencia de titulaciones, la preparación de los docentes, la excelencia de los investigadores, etc. Evaluar resulta crudo. Implica seleccionar criterios y ponerlos en práctica, con serias repercusiones en las personas y organizaciones evaluadas. Una forma indirecta de eludir esta voluminosa
responsabilidad es acudir a lo que se está llevando a cabo en otros lugares, lo que suministra una justificación externa.
Con todo ello es importante ser conscientes de las limitaciones, de gran calado, que se derivan a partir de la implementación de tales medidas en el contexto de la universidad. Los criterios terminan moldeando la conducta: la universidad y sus miembros tienden a comportarse de tal forma que obtengan las máximas calificaciones en las evaluaciones, por lo que adecuarán su quehacer a los criterios que justifican los estándares de calidad. Por este motivo, Miguel y
Apodaca (2009) llaman la atención sobre la circunstancia de que hoy “la evaluación pasa a constituir una fuente de poder y dinero [por lo que] ha supuesto un punto de inflexión sobre el papel que podrían tener estos procesos evaluativos en el desarrollo interno de nuestras universidades” (304). Hemos llegado, según analizan estos autores, a la fase “negocio” en la evaluación de los comportamientos de medición de calidad en las universidades. El descontento, por tanto, es extensivo a muchas esferas. Así, Bolívar (1999) denuncia que estos modelos desplazan la responsabilidad hacia los trabajadores y terminan desvirtuándose de tal forma que se reconocen más por el efecto psicológico de su discurso que por resultados tangibles. Más duro es Puiggrós (1996:8) cuando afirma que “La categoría calidad es usada por el discurso neoliberal como un instrumento de legitimación para la aplicación de premios y castigos en la tarea de disciplinar a la comunidad educativa para que acepte la reforma”. Y Jáuregui (2004) bromea incluso con ello al afirmar que “Hablar de educación y referirse de inmediato al concepto ‘excelencia’ y ‘calidad’ es algo inevitable, porque sin estas referencias pareciera que no se está tocando el fondo del problema y da ‘caché’ si se refiere a la educación universitaria. Para buscar esta utópica excelencia y calidad, se hacen foros, reuniones, conferencias con ponentes de otros países, porque siempre son más excelentes los extranjeros (cuya calidad es mejor cuanto peor dominen el castellano porque de esta manera nadie se entera de lo que dicen) que los
autóctonos” (236).

Lamentablemente el modo en que se está llevando todo esto a cabo en las universidades que conozco me inspira poca confianza. Permítanme que les cuente tres ejemplos de mi experiencia directa que avalan esta impresión.

– A. Algunas de las personas más valiosas que conozco en términos de su papel social desde la institución universitaria ven penalizada seriamente su actitud mediante el proceso de moldeamiento de la conducta de los estándares de calidad. Éstos potencian, a nivel del profesorado, un perfil básicamente de investigador que realiza su labor no importa cómo pero que termina publicando en un grupo de revistas conocidas como “de impacto”. De toda su actividad, finalmente sólo queda este aspecto. Es como el dicho popular “tanto tienes, tanto vales” transformado en “tanto has publicado en esas revistas, tanta valía tienes ante la institución”. Los premios son importantes y van en aumento, midiéndose en términos de incremento salarial, de poder y de prestigio. Conozco muy pocos casos en los que personas concretas han compatibilizado con éxito un curriculum valorado en los términos descritos y, a la vez, una actitud prosocial sin fisuras que les ha llevado a implicar buena parte de sus energías en colaborar en el diagnóstico y solución de problemas de la realidad local. Dado que este comportamiento no se encuentra incluido en los criterios de calidad, quienes lo desarrollan restando recursos para el perfil premiado son penalizados por los mecanismos de refuerzo institucionales.

– B. Los efectos del moldeamiento van más allá de la promoción o penalización de determinados perfiles de trabajo en el profesorado universitario. Afectan a las investigaciones que se llevan a cabo, es decir al conocimiento que se construye. Las revistas de impacto se publican sistemáticamente en el mundo anglosajón, perfectamente anclado en el Norte del Norte. Muchos de los problemas que padecen y desean solucionar, muchos de los temas que les motivan y que generan interés para ser publicados son asuntos compartidos en buena parte del planeta. Otros no. Cuando un investigador desea obtener refuerzo mediante los criterios de calidad al uso y decide publicar en tales revistas, ha de conocer cuáles son los contenidos que tales publicaciones científicas prefieren. El aliciente con que estos investigadores toman decisiones sobre qué es lo que hay que investigar no será tanto la realidad local sino los asuntos sobre los que esas revistas parecen estar dispuestas en publicar. Antonio Rojas, investigador de la Universidad de Almería, denuncia que la psicometría que se construye y genera en España es la que se necesita en EEUU. Ramón Flecha, investigador de la Universidad de Barcelona, publica en las revistas de mayor prestigio sus estudios sobre empoderamiento de la población gitana. Las vías para unir ambos frentes están abiertas y son reales, pero muestran una importante restricción. El investigador centrado en un “buen comportamiento” según los estándares de calidad tendrá mayor éxito si orienta su interés a la publicación de impacto únicamente y no si pretende combinar dos dimensiones que hoy por hoy no se encuentran en la mente de los generadores de estándares.

– C. En septiembre de 2002 participé, como presidente de la Sociedad Internacional de Profesionales de la Investigación en Encuestas, en una mesa redonda sobre calidad junto con los representantes de las empresas más gruesas del sector en la investigación de mercados y la opinión. Mis colegas habían participado en la elaboración de una norma europea de calidad aplicada a las encuestas que llevaba desde el protocolo ECIM al UNE 161, generando un grueso volumen. Mi perspectiva no es empresarial sino metodológica. Si me preguntan en qué medida una encuesta tiene calidad yo les responderé en términos metodológicos, es decir, científicos. Me interesaré por cómo se ha llevado a cabo el estudio: un buen diseño de muestreo, una buena implementación de éste en el trabajo de campo, unas tasas de no-respuesta mínimas que a su vez han sido reducidas mediante las técnicas adecuadas al uso, un buen cuestionario que ha sido sometido a los procesos de validez científica conocidos, un buen tratamiento de los datos previos a los análisis, selección apropiada de los índices estadísticos que proceden a los objetivos de la investigación, etc. No obstante, el grueso volumen no contenía nada de ello. Nacía desde la perspectiva empresarial donde son fundamentales aspectos en absoluto presentes desde el punto
de vista científico-metodológico, como lo son la satisfacción del cliente, la existencia de departamentos de calidad y otros aspectos. Desde mi punto de vista, aquella norma no trabajaba por la calidad de la encuestas sino por la adecuación de la empresa encargada de hacer encuestas a un modelo de organización de calidad. ¿Qué es lo que estamos haciendo ahora con la universidad? ¿Nos planteamos su calidad específica universitaria en los campos de docencia, investigación y proyección social o su adecuación a lo que debe entenderse como una organización de calidad según la tradición empresarial?

El interés a la hora de exponer estos tres ejemplos no es proponer que hay que prescindir por completo de los modelos de calidad existentes. Que la institución universitaria se preocupe por este asunto es una de las mejores noticias de los últimos tiempos en materia de educación superior e investigación. Pero preocuparse, tener interés, no es suficiente. Los estándares han de
ser revisados desde la inteligencia universitaria, rescatando lo que proceda, prescindiendo del resto y añadiendo lo que permanece ausente.

Si la institución termina desempeñando su labor en función de los estándares de calidad, el comportamiento más inteligente no es obedecer éstos literalmente, sino tomar partido en su definición. El camino correcto no es construir una función universitaria en la práctica a partir de los estándares, sino definir éstos a partir de la función que decidimos que ha de cumplir la institución.

De nuevo, el camino correcto no es adecuar las respuestas a las preguntas generadas fuera, sino participar en la decisión sobre qué preguntas son las relevantes. Por ello, un comportamiento universitario adecuado ante la legítima aspiración de calidad debería atravesar varias etapas tan lógicas como obvias:

– 1. Definir con claridad cuál es el objetivo que ha de cumplir la universidad. La preocupación por la calidad es el interés por medir con la máxima precisión y utilidad el grado en que la universidad y sus miembros cumplen con sus cometidos. ¿Qué cometidos? Sin definirlos con claridad y satisfacción, nada de lo que se haga con ello tendrá sentido.

– 2. Establecer los mecanismos de evaluación y valoración. Estos mecanismos pueden ser inspirados en los que son utilizados en otros marcos, como el de las administraciones públicas o las empresas. Es obvio que los modelos no han de tomarse como paquetes cerrados. Escoger entre aciertos y errores, aspectos procedentes e improcedentes, es una de las tareas de las que la institución no puede prescindir. Resulta muy llamativo, por ejemplo, que la universidad comience a denominar “clientes” a sus estudiantes o plantearse “competencias” entre maestrías, entre otras importaciones literales del mundo empresarial. Borba (2001), por ejemplo, defiende que la selección de miembros de la universidad (sean estudiantes o profesorado) debería realizarse atendiendo a criterios como la actitud de servicio a la comunidad, elevando este requisito como un componente fundamental en los estándares.

– 3. Procurar garantías en los procesos. Todo estándar tiende a ser exclusivo e imperfecto. Una de las garantías fundamentales debería ser la participación de todos los estamentos implicados y de todas las perspectivas posibles. Pero resulta insuficiente. Los primeros pasos han de mostrar múltiples aspectos imprevistos y es necesario establecer mecanismos de identificación y corrección.

– 4. Medir el impacto de la implementación. Poner en marcha los mecanismos de medida de la calidad va a tener un importante efecto en el modo en que se comporta la institución. Hay que medir no sólo el efecto deseado sino muy especialmente los efectos secundarios, lo que está ocurriendo que no se esperaba o lo que está dejando de ocurrir. En un momento anterior he defendido que una institución universitaria preparada para la transformación social creativa debe contar con espacios previstos para la promoción del azar, de lo inesperado, de lo que he bautizado como locura. Esta necesidad imperiosa ¿podría sobrevivir con los estándares de calidad al uso?
Como cuestiones relevantes, la iniciativa OREALC de la UNESCO propone cinco criterios de calidad (OREALC/UNESCO, 2007):

• Equidad. Igualdad de oportunidades de acceso y diferenciación, es decir, ajuste a las necesidades de cada uno.

• Relevancia. Objetivos orientados a toda la sociedad y no a los grupos de poder.

• Pertinencia. Capacidad de adaptación a los estudiantes y a los contextos culturales, a las situaciones locales y globales.

• Eficacia. Grado en que se alcanzan los objetivos.

• Eficiencia. Optimización de los recursos para conseguir los objetivos.

La propuesta de la UNESCO aún es tímida, puesto que intenta aunar los criterios dominantes con las necesidades reales, en la búsqueda de consensos y socios para la aventura. Las experiencias en múltiples frentes muestran que el compromiso social, la actitud de servicio, la felicidad o el bienestar y la excelencia y calidad en la ejecución universitaria no son objetivos reñidos. El trabajo, por ejemplo, de Ngai (2006) muestra que la actitud de servicio a la comunidad, concretada en acciones precisas, constituye incluso un promotor de aprendizaje y excelencia, rompiendo con el denunciado y tradicional aislamiento entre las comunidades y la academia. Esta promoción del
compromiso social de los estudiantes además de generar importantes mejoras en su bienestar (Ryff y Keyes, 1995) y en el de la sociedad en la que se insertaqn, promoviendo desarrollo sociopolítico: “un viaje desde un lugar de relativa inacción uniforme con respecto a las fuerzas sociales que afectan a nuestras vidas hasta una acción prolongada, informada y estratégica”. (Watts, Williams y Jagers, 2003:188).

Los breves apuntes señalados en este subapartado no agotan la obligación ética de la potente institución para tomar las riendas de las preguntas relevantes. Así, por ejemplo, la universidad ha de ser, entre otras cosas, ciencia. Y la ciencia requiere construcción en el seno de la comunidad científica. Ello implica huir de los reinos de taifas. Que la universidad se centre en su contexto no ha de llevar a un caos planetario universitario. En esta globalización cada vez los retos son más comunes. Por ello es importante establecer contactos, criterios de discusión científica internacionales, diseñar vías de comunicación y aprovechar las existentes. Cada universidad ha de ser autónoma, emanciparse en la tarea de construir sus propias reglas de juego, pero éstas no surgirán excesivamente dispares de unas a otras instituciones. Si llegara a ocurrir tal cosa, nos encontraríamos ante un indicador de que algo no está funcionando bien. Es importante que el movimiento liberador sea contagioso, se comparta entre instituciones y se imbrique con las publicaciones científicas, de tal forma que la comunidad académica planetaria pueda sentirse afín a un movimiento histórico: la universidad transformadora que comienza por exigirse a sí misma el trabajo científico de mayor calidad que pueda ser gestado, una calidad que obedece a criterios propios de esa misión orientada a superar las estructuras sociales injustas.

La nueva universidad surgida de las crisis

La universidad ha resultado contar con muros permeables a las influencias políticas del momento.

Es fácil observar que en situaciones de gran inestabilidad, provocadas por una guerra, una devastadora crisis económica, un sentimiento generalizado de cambio nacional, etc. la universidad se ha embarcado de forma decidida a promover un cambio social. En España tuvo lugar principalmente en la esquina entre los siglos XIX y XX, con abundantes referencias a la implicación político-social que debería caracterizar el trabajo universitario (Mayordomo, 2003). En
Latinoamérica la universidad se ha visto bañada por esta ola de conciencia especial en numerosas ocasiones a lo largo de las últimas décadas, al contar con numerosos y casi continuos puntos de inestabilidad donde los conflictos internos se han visto fuertemente alentados por injerencias externas. En momentos de aparente estabilidad, no obstante, la universidad vuelve a mirarse las entrañas, a dar la espalda a la realidad más urgente, a ensimismarse bajo el paraguas de una posición imparcial científica.

Esta circunstancia justifica en parte por qué la tensión en el Norte y en el Sur no tienen exactamente los mismos colores.

Las universidades del Norte, principalmente representadas por EEUU y Europa, se ven sometidas continuamente a una doble pendiente que se desequilibra en los últimos años. En otro lugar (Manzano, 2009) expuse con algún detenimiento este dilema. Por un lado se encuentra el atractor tradicional en el ámbito académico: obedecer a nada más que a las necesidades de la ciencia, a sus interrogantes, lagunas, retos internos, a la vez que procurar la formación de profesionales con un buen bagaje científico a cuestas. Esta tendencia se ve aderezada con un fuerte componente de adicción a las tradiciones académicas, su jerarquía, su organización, etc. Frente a este modelo, injustamente simplificado en este párrafo, se ofrece otro, nuevo, donde es el mercado y no la ciencia, el agente principal que ha de motivar el quehacer cotidiano universitario. La transformación que requiere este modelo en la universidad es más que drástica, es una revolución profunda que ya está teniendo lugar y que exige de la institución un decidido vuelco hacia las necesidades del tejido productivo, transformándose a sí misma en una empresa que conversa con empresas en una dimensión empresarial. De esta manera, en Europa son múltiples y diversas las voces que denuncian la privatización que este proceder está provocando en la institución de
Educación Superior, una privatización que no consiste en ser adquirida por intereses de lucro, sino por deberse a ellos (Manzano, 2008).

La tensión entre ciencia y mercado se está resolviendo legal y prácticamente configurando una institución universitaria que sin dejar de ser ciencia y precisamente por serlo ha de orientar los productos de ésta a las exigencias de un mercado globalizado, procurando las mejores ventajas competitivas en la región donde se inserte.
En América Latina y como expresa magistralmente Ellacuría (1999), la tensión se ha vivido preferentemente entre dos componentes. Uno sigue siendo el académico, la caracterización permanente de la universidad como un espacio de construcción de ciencia resultado de su búsqueda de la verdad. El otro es la implicación política: la universidad que debe implicarse en la denuncia y el diagnóstico de los problemas sociales, que debe diseñar soluciones y que ha de implicarse en ellas, lo que le llevará a trabajar preferentemente por las mayorías populares oprimidas. Denuncia Ellacuría que este atractor ha tomado la forma, en no pocas ocasiones, de una sustitución del espíritu universitario por el espíritu guerrillero, que ha llevado a la universidad poco más o menos que a cavar trincheras. La propuesta que realiza para solucionar la tensión es la construcción de una universidad que se implica de lleno en la transformación social desde su carácter de institución universitaria, es decir, desde su docencia, su investigación y especialmente su proyección social. Esa transformación debería entenderse como el cambio de las estructuras
dominantes y de las instituciones culturales orientado a la equidad y la sustentabilidad sociales para la satisfacción de las necesidades básicas de la gente (Montero, 2009).

Los tres polos, científico, económico y político, están presentes en mayor o menor medida en todos los rincones. En Europa, las voces que denuncian la mercantilización de la universidad no claman por una institución tradicional sino que reivindican lo que nunca fue: un espacio comprometido con los problemas reales de las personas reales en sus contextos reales, una concretización del saber universitario en soluciones. Es una petición clara y fuerte de politización, de compromiso. En América Latina también se viven, y cada vez con mayor fuerza, las exigencias de un mercado que no respeta ningún espacio para saciar su insaciable necesidad de crecimiento. Sea por su tendencia a mirar al Norte como un espejo deseado, o porque la globalización económica arrasa también (y con especial virulencia) el suelo latinoamericano, los tres polos tensan la crisis también en este otro lado del planeta.

La solución está anunciada. Los movimientos legales en el Norte, que aspiran a ser ejemplo contagioso en todo lugar, apuestan firmemente por el atractor del mercado (Stensaker, Frolich, Gornitzka y Maasen, 2008). En la medida en que resulta una tendencia clara, esta solución también está denunciada.

Resulta imprescindible, como ya señalé más atrás, que la universidad decida entrar en la definición de las reglas del juego. Implica no renunciar a su necesario compromiso histórico, a su papel fundamental como instrumento de cambio social, instrumento de lujo que ampara su capacidad de diagnóstico y de tratamiento en el conocimiento más admirado y ansiado, el científico. La solución no puede, no debe ser un volcado obediente hacia el atractor mercantil.
Cada uno de los tres componentes de la crisis suministra aspectos de gran interés que merecen ser rescatados y que pueden y deben configurar la universidad del nuevo milenio:

– 1. Desde la tradición académica. La universidad es anhelada precisamente por su cualidad de institución del conocimiento, que lo diseña, crea y distribuye. Falta añadir el verbo aplica. Se piensa en la fuerza universitaria desde sus capacidades docente e investigadora. Necesitamos una universidad que lo siga siendo, que apueste con fuerza en la preparación de profesionales comprometidos en su cotidianidad con la buena ejecución técnica de su profesión y una sólida actitud científica que les lleva a cuestionar el conocimiento y a incrementarlo mediante su práctica consciente. Necesitamos una universidad implicada en una investigación altamente exigente con los procesos de construcción de la ciencia.

– 2. Desde el modelo empresarial. El enfoque del trabajo cotidiano de la empresa suministra algunos componentes válidos para reformar sustancialmente la institución universitaria.

Este modelo es un revulsivo que remueve los cimientos hacia la exigencia de utilidad, de responder a retos concretos y de responder con criterios concretos que han de ser evaluados. Es un revulsivo que llama al interés por el modo en que se están utilizando los recursos. Y es un revulsivo que zarandea a la institución para despertarla de su letargo y gritarle al oído que el mundo es cambio continuo, lo que exige una adaptación continua.

Necesitamos una universidad que no se mire el ombligo sino que responda a las demandas, desde su excelencia científica y que sea sometida a procedimientos de medida de su calidad en la ejecución del trabajo. Es una universidad continuamente insatisfecha (pero no estresada) que desea ser mejor cada vez, lo que le obliga a pensar y resolver universitariamente qué es eso de ser mejor y, consecuentemente, encontrarse en continua movimiento.

– 3. Desde la implicación política. Los grandes problemas de la humanidad siguen siendo los mismos hoy que hace miles de años. Esta constancia es una bofetada para una institución que se autoconcibe sabia. Poca sabiduría tenemos si nos mostramos incapaces de solucionar los males que requieren conocimiento para ser solucionados. ¿A qué nos estamos dedicando? Necesitamos una universidad plenamente comprometida con los problemas que padece la sociedad, lo que implica identificarlos, diagnosticarlos, idear soluciones y cooperar activamente para hacerlas realidad.

La tradición académica exige autonomía, no vaciarse en procesos de adaptación como exigiría una mera respuesta empresarial o un modelo político esclavo. La autonomía no es una necesidad egocéntrica o centrípeta, es una exigencia centrífuga. Es necesario garantizar que la institución teóricamente más sabia goce de la máxima libertad para moverse, para implicarse, para comprometerse desde su cualidad de espacio de conocimiento, para añadir la esperada connotación de espacio de conocimiento y acción. Del mismo modo, la institución ha de responder ante la sociedad sobre el modo o los asuntos que consumen su ejercicio de libertad.

Esta nueva universidad ha de trabajar de forma coherente en todas sus esferas: docencia, investigación y acción institucional. Desde la docencia procurará profesionales bien equipados en términos técnicos, científicos, políticos y éticos. Desde la investigación realizará una inspección ética continua de su quehacer, comenzando por implicarse en acotar los objetivos de construcción de ciencia más prioritarios. Decía Ellacuría (1999) que la actuación de la universidad ha de hacerse de modo científico, tomando el conocimiento de la ciencia como herramienta de intervención. Estoy de acuerdo, pero es necesario llamar la atención de que la ciencia no se ha dedicado a estos menesteres sino más bien al mantenimiento del estatus quo mediante la inercia de su cotidianidad bajo el amparo de una engañosa postura imparcial y apolítica (Easlea, 1977).

Por lo tanto, ha procurado un cuerpo de conocimientos altamente insuficiente para construir las soluciones que necesita el planeta y la sociedad que lo habita. La universidad comprometida necesita una ciencia comprometida y ésta se encuentra sin hacer. Y desde la acción institucional, no basta con seguir el espíritu capitalista según el cual la combinación de las ambiciones individuales procurará bien común como efecto secundario no planificado (Koslowsky, 1997; Lindblom, 2002). Se requiere una apuesta institucional contundente, una labor universitaria específicamente orientada a la superación de las estructuras sociales injustas mediante labores institucionales: órganos específicos de trabajo con la ciudadanía, propuestas concretas de capacitación social dentro y fuera de sus muros, realización de servicios directos en la comunidad y para la comunidad, establecimiento de lazos institucionales con los agentes de transformación social, etc. Es éste un apartado extraordinariamente denso para cuyo tratamiento emplazo a otro
trabajo.

Actitud dialógica: sobre los interlocutores

Todo el texto puede ser interpretado, hasta este momento, como una llamada a una especie de golpe de Estado universitario, un reclamo para que la institución tome el poder o, más bien, deje de eludir la responsabilidad de ejercerlo. Puede parecer el resultado de un sueño prepotente donde la universidad terminaría ocupando poco más o menos que el puesto de gobierno planetario de la sabiduría (un nuevo significado para el acrónimo GPS). No es ésta mi intención.
La universidad es una pieza clave para la solución, no la solución en sí. La tesis, en definitiva, puede esquematizarse en pocos puntos:

En el momento de escribir estas líneas, se encuentra por aparecer el libro La Universidad Comprometida que elaboré a petición de la editorial Hipatia y donde el tratamiento de lo que defino como la universidad que se necesita es mucho más extenso.

– 1. El contexto histórico muestra una situación compleja de una inadmisible injusticia.

– 2. Luego, se requiere conocimiento complejo para tomar buenas decisiones en ese contexto.

– 3. La universidad se define, entre otras perspectivas, como la institución por antonomasia dedicada a la construcción organizada de conocimiento y a los procesos educativos asociados.

– 4. Por tanto, la universidad está llamada a desempeñar un papel fundamental para construir y organizar el conocimiento complejo que se requiere para terminar con el calificativo de una sociedad injusta.
Para desempeñar tal función, la universidad es una interlocutora necesaria, no la protagonista autosuficiente. Interlocutora porque el mecanismo que traduce el diseño en realidad es el diálogo.
Sin embargo, no es diálogo lo que observamos hoy.

Cuando se ejerce presión sobre una persona, ésta puede reaccionar conformándose, resistiendo o rebelándose (Bacal, 1994). Del mismo modo podría reaccionar la universidad, como así se observa fácilmente en sus miembros. Sin embargo, la institución ha decidido relegarse al papel subalterno de quien recibe las órdenes y las intenta realizar con obediencia eficaz. Este documento, por tanto, no es una llamada a la toma del poder, sino a elevar la institución universitaria al rango que merece no tanto ella en sí como la sociedad en la que se inserta, el rango de interlocutora autónoma, una institución cuya sabiduría sólo puede garantizarse desde su libertad (históricamente defendida) y su compromiso social (históricamente soslayado); una organización que no decide conformarse ni que se contenta con resistir, sino que escoge rebelarse en base a su conocimiento.

Que la universidad acepte el papel que le corresponde, como institución del conocimiento que se requiere para construir dialógicamente sociedad, implica identificar con claridad a los interlocutores en la tarea. Propongo principalmente tres voces, centrándome en especial en una de ellas.

La voz de la calle

La universidad se construye con muros, no sólo tangibles. No se le puede pedir al escritor que pinte o al panadero que sea capaz de reparar vehículos. Tal vez sean capaces de realizar dos labores con indiscutible maestría, pero no resulta exigible ni planificable. La sociedad, la urbis, la polis, cuenta con abundantes organizaciones que son capaces, mejor que nadie, de captar lo que está ocurriendo, de conectar con sus protagonistas, de identificar las necesidades, de darles forma conceptual, son los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil.

La universidad no podrá desempeñar su función de entidad basada en el conocimiento que dialoga para la superación de las estructuras sociales injustas si uno de sus principales interlocutores no es la voz de la calle. No se trata únicamente de una especie de suministrador de información privilegiada, sino, repito, de un interlocutor. Así pues, movimientos sociales y universidad están llamados a sentarse y caminar juntos en diversas funciones:

– 1. Identificación de necesidades, incluso antes de que éstas sean claramente visibles.

– 2. Jerarquización de prioridades de actuación.

– 3. Construcción de plataformas ciudadanas de trabajo.

– 4. Diseño de programas concretos de acción.

– 5. Elaboración de bases de información para el conocimiento colectivo (biblioteca de movimientos sociales, documentación histórica de reivindicaciones de la ciudad, etc.)

– 6. Seguimiento.

Para hacer realidad las tareas es importante que las agendas de ambos interlocutores, sus estructuras y sus estilos de trabajo sean acordes con este diálogo. Así, por ejemplo, la universidad puede articular medidas concretas como las siguientes:

– 1. Organizar prácticas de asignaturas y prácticas específicas de titulaciones, en los focos de la ciudad donde se requiera un conocimiento y una actuación más urgentes. Los estudiantes aprenden de los contextos complejos reales para la aplicación de los contenidos de su disciplina. Tal circunstancia ayuda a una profesionalización comprometida.

– 2. Con la misma intención que el punto anterior, a lo que se añade un efecto profesional de calidad supervisada, los trabajos de fin de titulación (como las tesis de licenciatura, de maestría o de doctorado) se realizan teniendo como contenido los aspectos que movimientos sociales y universidad han identificado como los más prioritarios.

– 3. Estimular el nacimiento de organizaciones ligadas a movimientos sociales dentro de la ciudad o región donde se inserta la institución universitaria, con la intención de colaborar en la construcción de la columna ciudadana que se requiere como interlocutora. La universidad, con ello, no sólo se constituye como un nido de empresas (función que se inserta y propaga con gran rapidez, especialmente en occidente) sino también como nido de movilización social ligada a la función universitaria de construcción de conocimiento
comprometido.

– 4. Poner en marcha plataformas mixtas de trabajo con voz de la universidad y de la calle.

– 5. Incluir la voz de la calle en los órganos de decisión de la institución universitaria a varios niveles de su estructura organizativa.

– 6. Fomentar la puesta en marcha de proyectos de investigación en formato coalición, es decir, donde trabajen de forma horizontal ambas voces, participando en las convocatorias públicas locales, regionales, estatales e internacionales a las que suelen concurrir la universidad y sus miembros.

La universidad, para construir interlocución, ha de participar también en la creación de interlocutores. La mayor parte de las personas padecen los problemas de las estructuras sociales injustas pero no participan en organizaciones de la sociedad civil ni son parte activa en ningún movimiento social. Es fundamental huir de la intermediación y buscar las voces directas. Es importante no contentar la misión de interlocución social porque se ha conectado con intelectuales que hablan de los demás pero que no son los demás ¿Cómo conseguir que las personas que construyen el día a día se constituyan en interlocutoras? Tendremos entonces a una universidad
que ha de convertirse también en nido de asociacionismo ciudadano, que ha de crear conocimiento sobre cómo las personas se unen para luchar por sus derechos o los de los demás, e implementar ese conocimiento estimulando compromiso cívico generalizado. Propongo, con ello, la creación de una universidad alfabetizadora, que lucha contra el analfabetismo específico de la ausencia de compromiso cívico, de asociacionismo para construir poderes individual y colectivo.

No basta con saber leer y escribir, con tener acceso a un ordenador conectado a Internet… Es importante saber conectarse en la construcción de ciudadanía con el resto de las personas, saber cómo funcionan los procesos de trabajo conjunto, los problemas que surgen, las dinámicas grupales… quienes sufran analfabetismo en este sentido, se encuentran inhabilitados para ejercer su derecho y su responsabilidad de cooperar en la construcción de un mundo mejor.
La voz del mercado.

En términos casi absolutos, los Estados del planeta han abrazado el capitalismo. El proceso además viene acompañado por un progresivo abandono de las funciones públicas a favor del llamado sistema de auto-organización del mercado. El contexto social en el que las universidades realizan su labor es, por tanto, el de una sociedad claramente capitalista.

Del mismo modo que la institución universitaria debe adecuar sus respuestas a la cultura del lugar, al momento histórico en el que se inserta, a las condiciones sociales, a las estructuras imperantes… Así ha de hacer con respecto a la realidad de los mercados. Ello no significa doblegarse, pero sí considerar esa característica fundamental a la hora de diseñar y desarrollar su labor.

Las universidades estadounidenses marcan el modelo que desea imitarse en casi todos los rincones. Su connivencia con los intereses privados empresariales es llamativa. La reforma europea de la universidad, el Espacio Europeo de Educación Superior, arrastra a la institución hacia ese modelo, tal y como se ha señalado ya en varias ocasiones (Manzano y Andrés, 2007; García Ruiz, 2008).

Considerar la empresa como una interlocutora válida no es potenciar este modelo. La interlocución ha de ser definida para no perder el objetivo universitario de contribuir a la superación de las estructuras sociales injustas mediante la creación del conocimiento que se requiere para ello. El sentido original de la empresa es doble, en el marco teórico. Por un lado canaliza la ambición individual de quien ostenta su propiedad, pues la empresa es un instrumento para el enriquecimiento propio. Por otro, respecto a la fe en los efectos secundarios positivos de la articulación de la ambición individual en el seno de un sistema de mercado, la preocupación del empresario por su propio enriquecimiento llevará a mejorar la oferta a los consumidores, a crear puestos de trabajo, a innovar tecnológicamente, etc. Y la sociedad saldrá beneficiada de ello (Lindblom, 2002). Este dogma de fe no es motivo de discusión aquí. El interés es reconocer la omnipresencia empresarial en el contexto en el que nos movemos y proponer el tipo de interlocución que sería buen mantener para cumplir con los objetivos universitarios. Es bueno
tener en cuenta, además, la presión creciente que se realiza sobre las empresas para incluir, como parte inherente a su espíritu, una preocupación directa y clara por el bienestar colectivo y el respeto medioambiental (Francés, 2007).

Empresas hay de muchos tipos, desde las pequeñas cooperativas centradas en la colaboración y la ayuda mutua, hasta las gigantescas corporaciones transnacionales. Cuando una organización empresarial supera un umbral de crecimiento, se vuelve impersonal. Constituye un ser vivo con autonomía. Las personas entran y salen, pasan por ella como las células en un organismo vivo, son prescindibles y participan en el funcionamiento complejo del ser. La responsabilidad individual se diluye y es difusa. La empresa de gran tamaño no es una buena interlocutora para la universidad. Se trata de una organización realmente a-humana, no existe una cabeza visible, una voz individual que pueda ser identificada con ella. Esa voz será reemplazada mañana por otros órganos internos del ser vivo en función de la marcha de los beneficios. Un ser inhumano no puede ser interlocutor válido en la misión de construir una sociedad justa.

En el otro polo se encuentran las pequeñas empresas, que no han abandonado el control hacia los complejos mecanismos del mercado (lo que ocurre, por ejemplo, mediante la forma de sociedades anónimas) y las cooperativas (igualmente, cuando su tamaño las hace controlables con facilidad por los propios cooperativistas). Por su espíritu de construcción conjunta y de comunidad, son estas últimas, mucho más que las primeras, las que encarnan la idea de una conversación entre partes que desean lo mejor para la totalidad.
La conversación con las empresas implica varios aspectos en los que existe cierta negociación.

Las universidades suministrarán conocimientos, diagnósticos, descripciones, explicaciones, predicciones, transferencia tecnológica, formación de mano de obra cualificada… y lo harán porque las empresas interlocutoras colaboran en la implementación de un diseño social consciente e intencionado en el que participan ambas partes, a la vez que otras voces consideradas en este trabajo. Estas empresas dejarán efectos en términos de puestos de trabajo en condiciones dignas, gestión de precios y productos conscientemente diseñados, establecimiento de mecanismos de navegación social desarrollados en la interlocución, efectos medioambientales perfectamente previstos, etc. La interlocución con las empresas de las características mencionadas tiene como misión dar respuesta a determinadas necesidades sociales que se encuentran hoy canalizadas en el mercado, como ocurre con el trabajo o la vivienda, por ejemplo. En muchos países, derechos básicos como la educación y la salud han sido abandonados también en este espacio gobernado por la ambición individual, lo que hace más imperiosa la interlocución.

La universidad, si realmente apuesta por responder a su misión fundamental en la sociedad, debe implicarse en la construcción de una nueva cultura empresarial que inserte en sí misma una función prosocial inequívoca. Ha de ser también nido de empresas, pero siguiendo un modelo de actuación muy alejado del que se instala en estos momentos, donde el objetivo es el abandono del objetivo último de la transformación social y confiar plenamente en el dogma de fe capitalista ya mencionado: fomentando vehículos para la expresión de la ambición individual se creará, como efecto secundario, bien común.

El bien común sólo puede ser resultado de una preocupación
directa y no un efecto colateral. La función de constitución de nido de empresas se inserta plenamente en esa nueva cultura que requiere la dinamización social, la creación de empleo digno, el respeto medioambiental, el derrocamiento del objetivo del crecimiento, etc. desde una visión de trascendencia social prácticamente ausente hoy.

La voz de la política

No hay, tal vez, peor oficio que la del político comprometido. Su cotidianidad es la del estrés sin pausa. Ha de tomar decisiones sumamente trascendentes apenas con tiempo disponible, utilizando información incompleta y sometido a múltiples y poderosas presiones. Al final, termina transformándose en un gestor de la inercia,
combinando los modelos dominantes de gestión política en el mundo, la pendiente ideológica de su partido y las demandas sociales provenientes de la opinión pública, las protestas ciudadanas y los grupos de presión. Por todo ello, lamentablemente el político no tiene por qué ser la persona más idónea para tomar decisiones aunque se pase toda la legislatura haciéndolo.

La política comprometida (no la corrupta, ni la totalitaria, ni la divinizada) necesita de la universidad como las personas requieren el alimento. Claro está que no de cualquier universidad, sino aquélla de la que estamos hablando, la comprometida, la transformadora, la que desea construir y utilizar el conocimiento que se requiere para tomar buenas decisiones sobre la sociedad. Si la universidad no diagnostica qué ocurre, si no explica por qué ocurre, si no elabora modelos alternativos, si no suministra mecanismos conceptuales ni guías metodológicas para saber cómo hacer, si no se implica en la construcción de ciencia comprometida en tales sentidos, entonces estaremos dejando a los responsables políticos en la soledad de su estrés e ignorancia inevitables, trabajando entonces e indirectamente por el estancamiento.

La misión de cambiar el estado de las cosas comienza con la consciencia de cómo se encuentran precisamente las cosas en este momento. Sentenciar que el poder político es corrupto por naturaleza y cualquier persona que llegue a presidente o primer ministro ha sido absorbida irremediablemente por los poderes fácticos, es adoptar una postura demasiado cómoda.

Ciertamente, la política ha ido cediendo responsabilidades y capacidad de acción a manos del mercado (Barea, 2003; Casals, 2001; Ellison y Ellison, 2006; Estefanía, 2001; Hild y Voorhoevet, 2004; Jarab, 2008; Petrella, 1997; Sousa, 2006; Spinoza, 2008), dejando el desempeño de los derechos humanos en los brazos atenazadores de los intercambios de propiedades y rentas.

Cada vez es más cierto que quien no posee dinero ni trabajo no cuenta con medios para sobrevivir, puesto que cada vez es también más cierto que más facetas de la vida se encuentran mediatizadas por el espacio del mercado. Esta dejación de responsabilidades políticas no es un motivo para la desidia, sino precisamente para lo contrario, para la acción. La universidad cuenta con materia prima y recursos suficientes como para tomarse en serio el papel de volver a politizar la política, suministrando los conocimientos y los profesionales que requiere cualquier país para una acción gubernamental sabia.
Hace ya unos años, el director de un periódico me pidió que escribiera una columna de opinión semanal con un análisis personal de los acontecimientos. En esa tarea, más de trescientas publicaciones después, todavía me encuentro en estos momentos. La cena en la que nos encontramos y conversamos sobre la petición fue altamente instructiva para mí. Descubrí los vericuetos de la profesión periodística: un estrés y una velocidad que dejan poco espacio para una actividad realmente creativa y distinta. Es cierto que cada medio de comunicación tiene al menos un dueño. Es cierto que se deben a la audiencia como las hetairas a sus clientes. Pero también lo es que los periodistas cuentan con suficiente margen de movimientos como para realizar su propia selección de noticias y sus propias perspectivas de análisis. Es cierto que existen multitud de profesionales en todos los medios con una sinceras y profundas ganas de hacer bien su trabajo, de rozar la objetividad (anhelo imposible, pero loable), de realizar una labor ética sin fisuras. Pero todos estos profesionales sufren la misma enfermedad: la pérdida de capacidad para adaptarse a la aceleración de los acontecimientos, a la aglomeración de posibles fuentes, a la necesidad de reflexionar sobre lo que se está contando y cómo se está contando.

Mi interlocutor, jefe de redacción entonces, director de periódico hoy, me confesaba términos similares y me agradecía muchísimo que pudiera dar una visión de los acontecimientos en mi columna de opinión, desde mi visión personal de profesor universitario. Cuando le comenté la existencia del colectivo Universidad y Compromiso Social y la posibilidad de que sus miembros, pertenecientes a múltiples disciplinas académicas, colaboraran esporádicamente interpretando los acontecimientos, creí que iba a llorar de emoción. La idea le subyugaba. Frente a sí tenía una solución que no había soñado: expertos de verdad, personas con suficiente conocimiento como
para suministrar una lectura sabia… ¡Qué privilegio!

¿Es tan diferente el quehacer político al periodístico? ¿No están ambos profesionales al borde de un colapso de acontecimientos? Suponiendo buenas intenciones ¿No agradecerían el auxilio del conocimiento, de la sabiduría, para realizar las mejores decisiones que puedan tomarse en cada momento? ¿Por qué la universidad ha de prescindir de responder a necesidad tan imperiosa como ésta, tan ligada a la utilidad y justificación de su conocimiento, de su labor de institución supuestamente sabia?

Manteniendo las teorías del político estresado y del político bienintencionado, la misión de la universidad en este campo es fundamental e histórica. Ha de ser la institución encargada de suministrar conocimiento sabio y sabios para el conocimiento de la acción política. Puede y debe hacerlo en tres aspectos: he aquí el diagnóstico, he aquí la solución, he aquí nuestra propuesta de
implicación.

En una pequeña meseta del sur de España, llamada Aljarafe, colindan multitud de pequeños municipios que aspiran a ser el mejor dormitorio para quienes trabajan en la capital de la provincia: Sevilla. La circulación de vehículos es muy densa. La solución, en esta época, es siempre la misma: más carreteras, más anchas… que finalmente derivan en la sensación de que se vive más cerca estando lejos, lo que estimula más viviendas, más vehículos y de nuevo
atascos, cerrándose un ciclo que no tiene solución.

Algunos universitarios sevillanos comenzaron a elaborar diagnósticos de la situación, denuncias fundadas en análisis académicos y otras medidas similares. No tuvo mucho éxito. La Administración Pública había diseñado una vía nueva, una autopista que, entre otros logros,
destrozaría un patrimonio natural del Aljarafe. Un grupo de ecologistas se movilizó con rapidez y comenzó a elaborar actos de protesta que rara vez tenía algún eco en los medios. Pero terminaron aliados con investigadores de la universidad afines al movimiento ecologista.

Profesores de varias disciplinas y activistas sociales se reunieron. Analizaron el trayecto diseñado por la administración. Estudiaron el Aljarafe en su conjunto y las necesidades de movilidad.

Elaboraron una propuesta alternativa. La diseñaron con minuciosidad operativa. El informe, donde se proponía un trazado alternativo, con un estudio serio sobre ventajas de esta nueva propuesta, fue entregado a los responsables políticos. Hoy es la propuesta de este grupo de personas y no la idea original de la administración lo que se está llevando a cabo.

El modelo podría ser enunciado, más o menos, con la forma “No quiero problemas. Quiero soluciones”. Cuando una organización de la sociedad civil o un movimiento social se enfrenta al poder político institucionalizado con protestas y denuncias, está desempeñando una función necesaria. En muchos momentos lo importante es comenzar gritando NO (Holloway, 2002). Pero no es suficiente. Los responsables políticos vivirán con más estrés la situación. Forma parte de su trabajo, elegido voluntariamente y no es mi intención defender aquí su salud psicológica. Pero de cara a la construcción de una sociedad mejor, contar con políticos que dedican prácticamente su tiempo a reaccionar a las presiones en lugar de tomar las mejores decisiones, resulta contraproducente. Es fundamental pasar de la protesta a la propuesta. Los movimientos ciudadanos que se implican en las denuncias gracias a su pronunciada sensibilidad ante los problemas sociales, han de ser complementados con movimientos científicos, académicos, desde la universidad, estudios concienzudos de las situaciones que deben finalizar con propuestas concretas de actuación. Las ventajas para el político son dignas de consideración:

El problema viene acompañado de la solución.

El enemigo se transforma en amigo: quienes realizan la propuesta no vienen con ánimo de enfrentamiento sino de colaboración, se presentan como compañeros en el camino. Aún así, ciertamente, si no observan la buena voluntad que hay que suponer inicialmente, volverán al papel que les queda: el de grupo de presión incombustible.

Ante la opinión pública, el político puede ofrecer la imagen del consenso, del diálogo con las partes, de la colaboración ciudadana.
Frente a este panorama idílico no hay que perder el norte. Las presiones son diversas y los intereses muy fuertes. En muchas ocasiones, especialmente a nivel de Estado y tocante a las políticas económicas, las grandes empresas impersonales y las oligarquías establecen presiones asfixiantes y tentaciones sugerentes para conseguir que las decisiones gubernamentales satisfagan sus intereses de minoría privilegiada. La universidad ha de ser una colaboradora sabia, pero si este papel es rechazado, debe seguir en una posición de lucha sin fisuras, mediante las actividades que le son propias, lo que implica también la comunicación directa con la población y el temido monstruo de la opinión pública.

Una batalla fundamental en esta ofensiva basada en bañar la sociedad de sabiduría, es la propia política universitaria. Para que la institución cumpla su misión emancipadora, su papel de colaboradora de lujo en la superación de las estructuras sociales injustas, es necesario que cuente con un marco legal apropiado y un funcionamiento interno reconocido, apoyado o moldeado junto con las autoridades de la política institucionalizada. Con ello, el interlocutor político ya no sólo se encuentra en el momento de pensar la mejor sociedad posible, sino la mejor universidad posible, la institución que se necesita para hacer realidad la utopía de la dignidad y la justicia sin excepciones.

Esta búsqueda de un marco político para la nueva universidad puede tomar forma mediante la concreción de seis fases:

– Fase 1. Definición de objetivos emancipatorios para la universidad y para su misión en la sociedad. En este punto se instalan las reflexiones que, como este documento, plantean la construcción de una universidad comprometida con la transformación social.

– Fase 2. Definición de los criterios de medida en la consecución de objetivos. Construcción de un modelo de calidad. En la línea especificada más atrás sobre algunos principios generales sobre
qué cosa debería ser la calidad universitaria, se construyen los indicadores.

– Fase 3. Definición del marco legal que instaura y potencia la calidad. Es impensable, por ejemplo, que la universidad pueda realizar su labor emancipadora sin excelencia científica. Si el marco
legal no potencia el perfil de un profesorado investigador, respetando la creatividad y las múltiples vías para desarrollar conocimiento, entonces el experimento estará condenado al fracaso.

– Fase 4. Relación de la universidad transformadora con los modelos actuales. Ya se ha señalado que las instituciones académica y científica se caracterizan, entre otros aspectos, por la construcción conjunta de modelos, teorías y prácticas con todos los nodos de creación de conocimiento. Es necesario potenciar esta conexión, no entrar en una peligrosa y contraproducente tendencia al aislamiento propiciada por la sensación de que hemos encontrado el verdadero camino dentro de un océano de error. Se requiere articular medidas concretas para la conexión y el mantenimiento de un lenguaje común con el resto de la dimensión académica planetaria, sin que ello entre en colisión con la misión transformadora y los principios fundamentales de los modelos de calidad que se han mencionado ya.

– Fase 5. Establecimiento de los mecanismos de moldeamiento de las universidades. El marco legal institucional ha de contar con efectivas medidas para incentivar a los miembros de las universidades y a sus representantes legales y gerentes institucionales en el compromiso con los objetivos establecidos. Algunos movimientos internacionales, como al red de Talloires4, defienden por ejemplo que el compromiso cívico de los miembros de la universidad debe contar, al menos, con el mismo peso en los mecanismos institucionales suministradores de premios o refuerzos a la actividad, que los criterios mejor considerados en estos momentos.

– Fase 6. Puesta en marcha de un comité de seguimiento. Es tal vez el apartado menos gratificante y quizá el más delicado. Es necesario garantizar el espíritu y resistir la burocratización y la adicción al poder, efectos propios en la evolución de las mejores iniciativas.

El establecimiento de una estructura y un hábito de interlocución entre universidad y poder político institucionalizado cuenta con una consecuencia relevante más en términos de una gestión política saludable. Uno de los efectos de un poder político aislado, que se encuentra sólo ante el peligro, es también su libertad para justificar lo que considere y como considere. Sabemos que cualquier decisión puede ser racionalizada a posteriori con los más variados recursos discursivos (Nieto, 2000). Sin embargo, si las decisiones se asientan en procesos sólidos de diagnóstico, acción y pronóstico, elaborados en conjunción con el saber universitario, si ocurre que esos procesos han tomado forma a través de vías institucionalizadas, con órganos independientes de personalidad jurídica reconocida, el poder político no sólo dejará de encontrarse sólo ante el peligro sino que también se verá sensiblemente obstaculizado cualquier intento de tomar decisiones no promovidas por un interés directo e inequívoco por el bien común, puesto que la justificación a posteriori de tales comportamientos requeriría por parte de los llamados poderes fácticos corromper no sólo a la cabeza visible de la institución política sino también a los responsables colegiados de los órganos independientes de gestión, valoración o seguimiento de las relaciones entre universidad y política.

Finalmente

Cuando abordo ante auditorios aspectos como los que han sido expuestos en este documento, una de las reacciones más frecuentes es sentenciar que todo suena muy bonito pero que la realidad cotidiana empuja hacia direcciones ante las que no hay mucha capacidad de elección.

Soy consciente de este forma de ver las cosas, distante de cómo son o están siendo las cosas. No es éste el momento para exponer teorías psicológicas que justifiquen las posturas universitarias que llevan hacia la obediencia y la visión fatalista de falta de alternativas. Baste saber ahora que en efecto existen explicaciones desde la ciencia psicológica. Lo importante aquí es reconocer que ningún cambio será posible sino comienza con la conciencia de que se requiere ese cambio. De hecho, podríamos establecer un continuo temporal:

– 1. El primer paso es ser conscientes de la situación en la que nos encontramos y de la universidad que creemos es necesaria para la misión inevitable de construir un mundo mejor.

– 2. El siguiente es exponerlo en voz alta, expresarlo, utilizar las vías al uso, como es el caso de las revistas académicas y científicas o los foros y reuniones del mismo sentido.

http://www.tufts.edu/talloiresnetwork/

– 3. Pensado y dicho, se requiere estimular la presencia de esta voz y conectar con interlocutores junto con los que comienza a ser visible la utopía.

– 4. La interlocución debe ir tomando cierta complejidad con el tiempo, incluyendo no sólo a miembros de una universidad sino de varias y al resto de voces que se han mencionado en este trabajo.

– 5. El diálogo en varios frentes va dando forma al proyecto. No es necesario, y posiblemente tampoco viable, dar forma a un proyecto totalmente acabado antes de luchar por su implementación. Es necesario trabajar aproximaciones sucesivas e ir implementado resultados concretos conforme vayan obteniéndose.

– 6. Actitud cotidiana. Cambiar la institución implica cambiar la forma que que cada uno de sus miembros se comporta en ella y desde ella. Se trata de una revolución o una reforma actitudinales.

Al menos hasta el tercer punto inclusive, la tarea depende únicamente de la motivación de individuos concretos. ¿Qué cosa nos frena para construir una universidad comprometida desde hoy mismo? La sentencia autolimitante de que los últimos momentos son imposibles no es incompatible con el inicio de las fases. Es más, imposible y difícil no son la misma cosa. En esta aventura que consiste en trabajar por una universidad comprometida no hay que perder los nervios, el camino es en efecto difícil (Watson, 2008).

El momento histórico no ofrece lugar a dudas. Si vivimos en la sociedad de los ignorantes que ha de llegar a tornarse en sociedad del conocimiento y si ello ha de instaurarse en un planeta que necesita urgentemente inteligencia y compromiso, que clama por la transformación social hacia un mundo justo, entonces la institución por antonomasia dedicada al conocimiento ha de tomar un papel más que activo en el proceso. La petición de Siegel (1984), cuando afirma que la Educación Superior debería ser transformada en Ayuda Superior, se queda incluso corta. La Universidad no ha de ayudar únicamente, sino construir el mismo concepto de ayuda y hacerlo desde la solvencia máxima a la que puede aspirar en su naturaleza de institución científica, capaz de comprender qué ocurre, saber por qué ocurre e implicarse en las soluciones. Un planeta que observa por fin la sociedad emancipada no puede ser un resultado obtenido a pesar de la universidad sino gracias a ella.

Se omiten las referencias bibliográficas de este trabajo por tratarse de una extensión considerable de ella pero Salta 21 da fe de una larga lista de autores y obras citadas.

Vicente Manzano Arrondo

Universidad de Sevilla (España)

vmanzano@us.es

– Manzano, Vicente (2011) «El papel de la universidad en la sociedad de ignorantes» en Científica #12, San Salvador, pp. 29-55.

1 COMENTARIO

  1. El papel de la Universidad en la Sociedad de Ignorantes
    La formación cultural es algo que los seres humanos hacen con y para ellos
    mismos. Uno se forma. Otros nos pueden educar, pero cultivarse sólo lo
    puede hacer cada uno consigo mismo. No es un mero juego de palabras .
    Cultivarse es en efecto algo muy diferente que educarse. Una educación la
    adquirimos con la finalidad de poder hacer algo. Si, en cambio, nos cultivamos,
    trabajamos en convertirnos en algo – aspiramos a ser de cierto modo en el
    mundo. ¿Cómo podemos describir la formación cultural?
    http://librepensadores.files.wordpress.com/2009/11/bieri2.pdf

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