El escándalo por el control de la tarjeta SUBE, que derivó en la suspensión del contrato vigente, reveló una pasmosa contradicción del gobierno de Cristina Fernández en materia de geopolítica. Es que, mientras Argentina redobla su pedido de soberanía sobre las Islas Malvinas en el concierto internacional, el Estado contrató para la supervisión de la tarjeta a un empresario que venía “recomendado por el gobierno inglés”.
Así lo manifestó el ex secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, en una entrevista que le concedió al periodista Víctor Hugo Morales, a quien eligió para dar su versión de los hechos luego de que el ministro del Interior, Florencio Randazzo, dispusiera la suspensión del contrato vigente.
Ante las irregularidades detectadas en el contrato de control del sistema de la SUBE reveladas por una investigación del diario La Nación, el gobierno de Cristina Fernández ordenó además la intervención de la Auditoría y la Sindicatura de la Nación para que se determine si existió un delito contra la administración pública.
Así, Randazzo ordenó la suspensión de la ejecución del contrato y de los pagos al consorcio integrado por Global Infrastructure (GI), del empresario británico Stephen Chandler, Ingeniería en Relevamientos Viales (IRV), Latasa y González Fischer y Asociados (GFA), firmas encargadas de la supervisión de la tarjeta SUBE. Pero la contradicción ya estaba consumada.
Las miradas apuntan al “doble discurso” del Gobierno porque, en momentos de profundización de las diferencias con Gran Bretaña por la soberanía de las Islas Malvinas, el Estado termina aceptando a un grupo empresario que viene “por recomendación” del gobierno inglés. Y al que ahora se sindica como «fantasma».
Las acusaciones apuntan que el gobierno argentino le pagaba 65 millones de pesos a una empresa como GI, que “no tiene oficinas en el país» y posee «un domicilio legal caduco y con un misterioso pasado en Inglaterra”.
Además, afirman que la compañía “todavía no existía cuando comenzó la licitación para supervisar el boleto electrónico”. “La firma montó ‘oficinas virtuales’ en Londres, que ofrece una dirección inexistente en Buenos Aires y a la que el Estado le pagaba cerca de tres millones de dólares en salarios aunque su personal no tiene lugar de trabajo”, denunciaron.
Y a las pruebas se remiten: GI no tiene sede en el país, porque en Tucumán 1, cuarto piso, que es la dirección señalada en su página web, funciona un estudio de abogados.
El propio ministro Randazzo reconoció “anomalías” en el control, diferenciándose de la defensa planteada por Schiavi, que habló de una “estafa entre privados”, en referencia a la financiación de la operación por el Banco Mundial.
Como si todo esto fuera poco, Stephen Chander rompió el silencio y, también en diálogo con La Nación, aseguró que “no es un fantasma y va a demostrarlo”.
El consultor inglés, que era el máximo responsable de la supervisión, aseguró que nunca tuvo acceso al contrato y que, de hecho, ni siquiera lo vio. «Nunca lo firmé porque está viciado. Lo firmaron sin mi consentimiento, a mis espaldas. La Secretaría de Transporte y el Banco Mundial lo saben. Les avisé que había que hacer cambios»; declaró.
En definitiva, como la propia Presidenta escribió en su Twitter sobre el gobierno inglés, «piratas forever».
– NOVA