Frankenstein (Estados Unidos/2025). Dirección: Guillermo del Toro. Elenco: Osar Isaac, Jacob Elordi, Christoph Waltz, Mia Goth, Felix Kammerer, Charles Dance, David Bradley, Lars Mikkelsen y Christian Convery. Guion: Guillermo del Toro, basado en el libro de Mary Shelley. Fotografía: Dan Laustsen. Edición: Evan Schiff. Música: Alexandre Desplat. Sonido: Nathan Robitaille, Nelson Ferreira, Christian Cooke, Brad Zoern y Greg Chapman. Duración: 149 minutos. Distribuidora en salas de Argentina: MACO Cine (estreno: 23 de octubre). En streaming: Netflix (desde el 7 de noviembre).
(Publicada originalmente el 17/9/2025 en la cobertura del Festival de Sitges)
Probablemente Guillermo del Toro haya nacido para hacer una adaptación de Frankenstein. Su cine siempre ha rezumado algo de la novela de Mary Shelley, en películas más personales como La forma del agua o en su participación en sagas como la de Hellboy: la relación entre humanidad y monstruosidad, la crítica a la violencia contra lo diferente, la capacidad de sentir de las criaturas, la creación de formas de vida, etc.
Al fin, 13 largos después, Del Toro tiene su Frankenstein. De hecho, como Victor, el ambicioso doctor que quiere jugar a ser Dios, el realizador mexicano ha contado con algo así como “recursos infinitos” (eso es lo que le promete el mecenas interpretado por Christopher Walz al cirujano interpretado por Oscar Isaac). Sin embargo, aquí la criatura no se rebela contra su creador, pues, en cierta manera, el Frankenstein de Del Toro es tan lo que debe ser que no consigue zafarse de las ataduras de la literalidad.
Frankenstein se divide en dos partes, el relato del cirujano y el de la propia criatura. Ambos cuentan, cada uno por turno, una parte de la historia al capitán de un barco que se encuentra estancado en el Polo Norte. En ese entorno, de hielo, nieve y frío, transcurre el prólogo de la película, que se cimenta sobre todo en la acción: la del grupo de hombres que intenta controlar una criatura que parece inmortal. Es aquí, con el barco convertido en una suerte de fortín en el que todos permanecen resguardados, que el film apunta algo interesante.
Sin embargo, esa promesa no se mantiene durante mucho tiempo. La película discurre a partir de aquí por los lugares más evidentes: la figura del mad doctor, la relación paterno-filial entre creador y criatura, la incapacidad de Frankenstein de querer aquello que ha creado, el descubrimiento del amor, la defensa de la joven Elizabeth, etc.
Hay, quizá, algo interesante en la concepción del “monstruo” a partir del cuerpo de un actor eminentemente bello: el chico del momento Jacob Elordi, futuro Heathcliff en Cumbres borrascosas. Durante la primera parte apenas se le ve el rostro y, cuando este por fin se puede contemplar, se compone eminentemente de cicatrices. Es más, durante el relato del cirujano la criatura apenas habla y la interpretación de Elordi se centra eminentemente en la gestualidad, en los movimientos ortopédicos de un cuerpo muy grande que está aprendiendo a estar en el mundo.
La cuestión de la palabra es central, pues el doctor Frankenstein cree que su criatura no es inteligente porque solo dice una palabra: su nombre. Hay, en este sentido, un momento que podría ser de una cierta belleza, cuando la criatura aprende a hablar y a leer, y comprende así cómo estar en el mundo. Sin embargo, ni la puesta en escena, ni el tempo, ni lo que sucede, le da a esta cuestión (el habla como signo identitario del ser humano) la profundidad que merece.
Con motivo de Una batalla tras otra, escribía que uno de los grandes momentos de la película es la capacidad de Paul Thomas Anderson de hacer una película que traspira historia del cine pero que logra crear algo nuevo: por ejemplo, la escena de una persecución que no es como ninguna que hayamos visto antes. Del Toro ha llegado al fin a Frankenstein, pero su criatura no deja de replicar, con recursos infinitos, aquello que él mismo ya había elaborado previamente, y con mayor soltura.

