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domingo, noviembre 24, 2024

Héctor Tizón en primera persona

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Murió el lunes 30, en Yala, Jujuy. Tenía 82 años y acababa de publicar Memorial de la Puna. Su vida y sus recuerdos en primera persona, un material inédito de Miguel Russo.

Fue allá por noviembre de 2001, un mes antes del estallido del país, cuando los mazazos del neoliberalismo dejaban pocos espacios para escuchar. Era –como todo en el país– otra Veintitrés, otros directores, otros nombres, otros silencios. “¿Quién es Tizón, a quién le importa un escritor en estos momentos?”, me preguntaron. Y de puro cabeza dura, por hacerme escuchar y para poder escuchar, me senté frente a Tizón aquella tarde de noviembre de 2001.

–¿Quién es Tizón, escritor, juez? ¿Cómo llamarlo, Tizón? –dije, replicando con bronca la pregunta que me habían hecho entre sonrisas cancheras.

–Héctor, a secas. Héctor –dijo, me dijo.

Entonces me dediqué a escuchar, sabiendo que quizás sí, o quizás no, podría hacer escuchar la voz de ese hombre que tomaba despacito un café en esa tarde de noviembre.

Mi abuela tomó mal el barco y llegó a Jujuy. Antes había tres barcos que salían de Vigo, donde había nacido ella. Uno iba a Nueva York; otro al Caribe y otro al Río de la Plata. Mi abuela pensó venirse a América, todos tenemos una visión como arcana del mundo, y para ella era América. Y tomó un barco. Llegó al Río de la Plata, equivocada, y preguntó: “Acá no hace calor. ¿Dónde están las palmeras?”. En el puerto le dijeron que muy al norte del país sí hacía calor. Ella no dudó, ya estaba el ferrocarril construido, lo tomó y llegó a Jujuy, una zona parecida a la de su niñez en Cuba: tierra caliente.

Mi bisabuelo era militar, coronel en Tetuán. Cuando fue la guerra contra Estados Unidos lo trasladaron a Cuba. Mi abuelo nació allí, luego se fueron a España. No le seguí el rastro, pero había quedado con la visión de América. Y volvió buscando eso, pero lo buscó mal. Buena parte de su rencor puede ser atribuido a ese barco que confundió. Ya no se podía volver, en ese entonces, los viajes eran irreparables. Y entonces huyó. De mi abuelo ni siquiera vi una foto. Miento. Había una, pero era muy sospechosa, ya que circulaba en forma clandestina por la casa. No era documentación segura, dirían los abogados. Y fue uno de los Tizón que huyó. Mi mujer vive aterrada por mis ancestros, pero creo que ya no estoy en edad de huir.

Mi padre se debe haber criado muy solitariamente, será por eso que buscó refugio en las lecturas. Era un tipo de sentimientos muy contenidos. Tanto que, cuando yo volvía de estudiar o de las vacaciones, me daba la mano. Nunca me dio un abrazo, y a mí ni se me ocurría dárselo, por supuesto. El cariño, el amor, se expresa a veces en forma tan contenida que casi ni se nota. Mi madre tampoco sobreactuaba con el afecto, quizá porque estaba esa imagen tan fuerte de mi padre. Siempre se habla de la imagen paterna como una cosa muy fuerte. Franz Kafka escribió esa carta tan conmovedora y terrible a su padre. Pero, en realidad, tendría que haber habido una carta al hijo. ¡Tener un hijo como Kafka! Dios mío, qué faena. La cosa es que de esas dos personas, nací un 21 de octubre de 1929 al norte del país, en Yala.

Cuando yo era muy chico se derrumbó la escuela de Yala. Y al maestro lo trasladaron a unos cinco o seis kilómetros del pueblo. Una distancia lo suficientemente larga como para que no me llevaran la mayoría de los días. De manera que no fui al colegio hasta que se reparó. Yo ya tenía nueve años y empecé la escuela de verdad. Recuerdo que hicieron una sola aula donde íbamos todos: los de cuarto, los de primero inferior, los inteligentes y los medio tontos. Igual funcionó. Siempre me pregunto, y pregunto, si se acuerdan de cuando no sabían leer. Nadie se acuerda de ese tiempo. Yo sí. Como me daba tanta vergüenza no leer, cuando llegaban visitas simulaba que leía. Ponía un libraco arriba de la mesa y me quedaba horas mirándolo.

El primer recuerdo de infancia es mi hermana haciéndome cosquillas en el cuello para sacarme una foto. Había caído a casa un fotógrafo, esos viejitos de maquinita cuadrada, y ella se propuso que yo saliera sonriente. Tiene la foto todavía. Yo debería tener unos cinco años. Y también, por esa época, recuerdo una visita a Buenos Aires. Estábamos en un hotel en Avenida de Mayo y salimos a caminar con mi padre. Él me llevaba de la mano y de pronto se paró, señaló a una persona y me dijo: “Aquel señor de barba, flaquito, que está parado frente a esa mesita, vendiendo cordones de zapatos y calzadores fue vicepresidente de la República”. Nunca lo voy a olvidar. Efectivamente, era Elpidio González.

No era un buen alumno, pero tampoco malo. Era, sí, muy distraído. Pero no rebelde. Una sola vez me mandaron castigado a un cuartito en el cual había un esqueleto colgado de un alambre. Cuando soplaba un poquito de viento, el esqueleto se bamboleaba. Era una actitud facilona del maestro para sacarse de encima a los distraídos. Recuerdo que en ese cuarto también había un letrero que decía: “Donde hay libros, no hay miedo”. No había ni un solo libro. La verdad es que no metía miedo a nadie. Un esqueleto no asusta a nadie y mucho menos a un chico. Porque el esqueleto no representaba a la muerte para nosotros, la encarnábamos viéndola. Ahora esconden rápidamente a los muertos: “El abuelo se ha ido al cielo”. Pero antes, esa palabra: ¡Pompa fúnebre! A uno lo llevaban con un par de caballos negros, o cuatro si tenía fortuna, despacio y hasta con música. La muerte, además, era anunciada. Le decían a uno: “Venga a despedirse del abuelo que está por morirse”. Y uno iba, le daba la mano o un beso al abuelo. Es que, por entonces, la muerte era un hecho de la vida.

Un viejo muy viejito, como de cien años, andaba con una escalera colgando faroles en los palos de las esquinas. Todos lo conocíamos como el farolero señor Gallardo. Pasaba dos veces. En la primera los colgaba. Y a las dos horas les venía a dar bomba. Después dejaba que se consumiera el combustible y los descolgaba a la mañana siguiente. Pueblo puro, con una historia bastante modesta. Alguna vez, de chico, quise ser minero. Eran fantasías que tenía a través de las lecturas de las revistas. Mucho tiempo después, cuando ya había que decidirse por una carrera o un oficio, llegó a mis manos un libro que, pobrecito, ni tapas tenía. Era La lucha por el Derecho, de Von Hiering. También le faltaba el último capítulo, pero me llamó la atención la claridad en la exposición de algo que era ajeno para mí. Quedé cautivo de esa forma de expresarse, quizás por las enormes carencias que tuve de comunicación con la palabra hablada. Fui llenando esas carencias en el placer de escribir.

Por allí leí que la vocación de un escritor comienza escribiendo cartas. Pero yo no tenía a quién escribirle, ya que toda la gente que conocía vivía en mi casa. Entonces, escribía en un cuadernito que después perdí. Por entonces, empecé a publicar. Era joven, muy joven. Pero un amigo algo mayor, un maestro de pesca que tenía un enorme respeto por la gente que escribía, llevaba mis textos al diario del pueblo para que los publicaran en la única página que se titulaba “sección literaria”, poblada de poemas, por supuesto. Los firmaba él. Y pagaban. A mí me daba un poco de plata y él se quedaba con el resto.

Cuando decidí estudiar abogacía me vine a Buenos Aires con la valija. Siempre tuve una valija. Llegué a la Facultad de Derecho que entonces funcionaba en la calle Las Heras. Y ahí me dijeron que ya había pasado el examen de ingreso, que no podía anotarme. Que fuera hasta La Plata, que todavía había tiempo. Di el examen y entré. Estuve un año y medio. Sin saber por qué me metí mucho en política universitaria. Militaba en una agrupación que se llamaba Unión Reformista y en la que nadie sabía bien qué era ideológicamente. Era de izquierda, seguro, pero no se sabía más: eran comunistas o ex comunistas o futuros comunistas. No sé. Y de tanto en tanto caían redadas e iba preso. Me metieron una vez, otra vez y, al final, caía siempre yo. Las casas de los estudiantes, entonces, no tenían ni puerta. Una noche llegó la patrulla y empezaron a iluminar nuestras caras con una linterna. Cuando vieron la mía, listo: “Levantate, vamos para la comisaría”. Yo estaba medio enojado, me habían llevado hacía dos días, pero igual tuve que ir. Mientras íbamos en el patrullero, el policía notó mi fastidio. No era porque nos maltrataran. Las detenciones nunca pasaban de una patada en los tobillos y mucho cebarle mate al comisario. Pero yo estaba podrido de ir. Entonces, el policía, que se llamaba Blanco, me preguntó cuántas materias tenía aprobadas. Yo estaba bastante avanzado, y ahí nomás me dijo que me fuera a vivir a Buenos Aires y viniera a La Plata dos o tres veces por semana. “Nosotros tenemos que llevar estudiantes y vos estás en la lista”, me dijo, como pidiendo disculpas.

Tenía decidido volver a Yala cuando me recibiera. No sé porqué, quizás por costumbre. Nunca me atrajo la ciudad. Viví bastante tiempo en ciudades, pero siempre un poco a la fuerza: funciones, exilios. Es muy difícil que un exiliado se transforme en chacarero. No rechazo las ciudades, pasé temporadas muy buenas en ellas, conocí gente maravillosa, con las cuales podía darme corte (jugar al ajedrez con actores, por ejemplo), pero prefiero los pueblos. A mí me habían nombrado agregado cultural en México por mi militancia antiperonista. Cuando estaba por caer el peronismo, las hordas salieron a incendiar todo. Me acuerdo que estaban quemando el Jockey Club, y yo, democrático, me vi formando una fila con otros pasándonos mesitas, cuadros, sillas, objetos. Ahí me dije: “Estoy haciendo el papel de imbécil. Yo me voy”.

La caída del peronismo produjo un gran vacío. Primero en los afectos de las personas. Y después, en las clases dirigentes: todos eran peronistas, o al menos decían que lo eran. Cuando se acabó, había que ocupar cargos públicos con quienes no lo fueran. Frondizi era muy amigo de la familia de mi mujer. Y mandó a decir si quería irme del país. Fui a hablar, pregunté dónde y me dijeron que yo eligiera. Por lecturas o vaya a saber por qué cosas, yo tenía veintipico de años, dije México. Me hicieron una resolución ministerial dándome funciones, lo que me salvó la vida, ya que si no hubiera sido un besamanos. Y me fui.

Me levanto muy temprano. Tengo marcado ese biorritmo. ¡Cómo sufría en las épocas de estudiante, no encontraba con quien estudiar a la mañana! Ahora, bien temprano me voy a mi despacho y estoy allí hasta el mediodía como juez. Tengo toda la tarde para ser escritor. Pero la tarea es muy parecida. El lenguaje jurídico, sobre todo el de las sentencias, y la operación que se hace, es muy parecida a la que realiza un escritor de novelas. ¿Con qué trabaja el juez? Con conducta humana. Tiene que juzgarla a través de reglas, de normas, que son las leyes. Escucha una parte, escucha la historia por boca de la otra parte, analiza las pruebas y emite una opinión: la sentencia. Claro, esa es la única que vale, la única que tiene imperio. Un novelista hace lo mismo, sólo que en lugar de personas, trabaja con personajes.

Cuando me encuentro con un texto claro, que no necesita de jerga, de lenguaje codificado o eclesial, es porque me topo con un juez como la gente. Las marrullerías o los embrollos del lenguaje, o se está frente a un pillo o un absoluto mediocre. Los jueces, como los abogados, cuando trampean con las palabras, cuando no escriben clarito, es para esconder una injusticia. No se puede seguir diciendo, por ejemplo, que “algo rola a fojas 14”. Carajo, ya no leemos en rollo.

El exilio es duro. A mí me jorobó bastante: estuve cuatro años sin escribir una sola línea. Estaba bloqueado por el rencor. Ahora claro, tenía que escribir para comer, ya que era lo único que podía hacer. El tiempo fue llevándome a la convicción de que el exilio iba a ser para siempre y busqué una salida. La primera fue hacer cola en la calle de los Madrazos para que me dieran mi documento español. El segundo fue decirme “muy bien, si tengo que convertirme en gallego va a ser difícil y se va a notar, pero no tengo más remedio”.

Una vez me preguntaron en una mesa redonda de Amsterdam, en épocas del furor del realismo mágico, unas estudiantes de español preguntaron qué sentíamos nosotros ante ese invento de Alejo Carpentier. Todos se daban tropezones para explicarlo. Yo también. Pero puse un ejemplo: en la casa de mi abuela al atardecer, ella hacía tocar un riel con un fierro y gritaba: “Saquen a las víboras de los dormitorios que se van a acostar los niños”. Eso, en Suecia, es realismo mágico. En Yala era, es, realismo pedestre.

– Por Miguel Russo- Veintitrés

1 COMENTARIO

  1. Héctor Tizón en primera persona
    Muy buena la nota sobre Héctor Tizón, un escritor fundamental, que retrató como pocos a la gente del norte, sobre todo a la gente de la puna. Ahora, cuando el autor de la nota dice que era el año 2001 y «era otra Veintitrés» ¿a qué se refiere?. Yo leí Veintitrés desde que la fundó Jorge Lanata y el equipo de Dia D a principios del año 1998 y fué una de las revistas que mas le pegó a Menem y al neoliberalismo de los noventa, mientras muchos peronistas, hoy progesistas, apoyaban al Turco que rifaba al país. Hoy «Veintitrés» es propiedad del Grupo Spolsky, un mero apéndice del Gobierno Kirchnerista solventado con la guita de todos los argentinos. Solo esa guita hace que la revista sobreviva, ya que no la compra nadie.

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