«Mañana o pasado te voy a enviar un libro que consta de un solo relato y se titula: La Metáfora de Munzur Al Manzur. Ese relato está muy cerca de mi corazón, te podría decir que es mi preferido…»- dijo Juancito a Salta 21. (NdR)
En exclusiva, para nuestros lectores, el libro de Juan Ahuerma Salazar. NdR
La Metáfora de Munzur Al Manzur
Y dijo Al Manzur, mirando el agua de la fuente donde flotaban al azar algunas hojas:
-Si en el espíritu del hombre están inscriptas todas las cosas, y la memoria sensible es en un todo parecida a la memoria ardiente, es decir que una saca su fuego de la otra, quiere este criterio que en sus sucesivas transformaciones no perderá los signos de su naturaleza, tampoco el ritmo que le sea esencial, ni los más íntimos sabores, ni (en la circunstancia) su gracia ni su movimiento.
Es inevitable entonces –dijo el sabio con una sonrisa que no podía ocultar cierta tristeza o remordimientos-, que el ser será el mismo en sus infinitas transformaciones, del mismo modo en que la sal o la evocación de la sal seguiría estando presente en los platos más estrafalarios en donde se encuentre, no importa si se trata de países lejanos o si las manos con que han sido preparados sean amables o mordientes.
– En verdad tiene gracia el argumento que sostienes –dijo el escucha-, pero no puedo entender porqué tal afirmación te ha puesto triste. ¿Acaso esa conclusión encierra un oculto silogismo que signifique una desgracia, un dolor moral o el presagio de un mal acontecimiento?
Pues –dijo Al Manzur-, suponte que has comprado una esclava en Bagdad, y en camino a Damasco ocurre una noche que la caravana está inquieta. No hay signos de viento ni de tormenta bajo las estrellas, pero en el campamento los leños crepitan y sientes que los bereberes no pueden dormir bajo sus tiendas: los camellos ventean el aire íntimo de la noche y se puede escuchar el rumor del agua en los cántaros que oscilan.
Veo –dijo el escucha- que de alguna manera me has contagiado tu tristeza. Sea porque en estos jardines, donde sólo la palma es como yo, extranjera, había comenzado a olvidarme del desierto, sea porque tu relato lo ha despertado en mí, como se despierta el ardiente verano después de una noche fresca. Tal vez porque la esclava que compraste en Bagdad estaba enferma o habías pagado por ella un precio demasiado alto. Tal vez a causa de ello te quedaste sin dinero para conocer lejanas tierras. Por todo eso tal vez, Al Manzur, me has contagiado tu tristeza: y es como la sal, que aún estando en mí no ha perdido su íntimo sabor, esa extraña sensación de que uno tiene entre la lengua y el entendimiento un apócrifo color de lo que han exudado desde hace milenios todos los seres y las cosas de este mundo. Pero déjame que alivie en ínfima parte tu dolor y ponga más café en tu taza: sigue, por favor, con el relato.
Suponte –prosiguió el sabio-, que la luna está tan grande que pareciera que está por caer sobre tu cabeza. Escuchas el tintinear de las tinajas y como un trueno lejano el regurgitar de los camellos.
– Lo escucho, Al Manzur, lo escucho.
Entonces –dijo el excelente-, sientes muy cerca de tu cara la respiración de la esclava, que como tu exiguo equipaje se ha arremolinado alrededor de tu cántaro y tu manta.
– No creas, Al Manzur, que me he olvidado de tu esclava; y varias veces, durante tu relato, mis ojos no han mirado la infinita arena que me estabas relatando, sino que mi inteligencia se ha superpuesto a mi mirada para preguntarse a cuánta distancia de ti se desvelaba en tan extraña noche tu esclava.
Pues –prosiguió Al Manzur-, al mirarla te percatas de que sus ojos no están cerrados, sino por el contrario, ves que están abiertos a una noche más terrible que esa noche. Y te das cuenta de que aquella noche viene de ella.
– Si me dejas poner más café en tu taza, te seguiré escuchando con paciencia.
– Y mirando dentro de sus ojos ves en esa otra noche los fuegos lejanos de otras caravanas, milenarias y sedientas, que están allí hace mucho tiempo, tratando de avanzar desde una ciudad que desconoces hasta otra que no sabes si existe o si lo ignoras. Y finalmente, cuando te despiertas te das cuenta de que el sol está ya alto, de que todos han partido, de que tendrás que andar demasiado rápido si no quieres perder el efímero rastro que deja el trasmundo nómade de las caravanas. Y que ella se ha quedado allí, silenciosamente, sin alarmarte, cuidando tu pesada modorra de adúltero de los trajines de este mundo.
Imagina entonces –prosiguió el sabio-, que por una cosa u otra tienes que venderla en Damasco, sea porque tus tíos bohemios y farristas te han dejado sin herencia, o porque inevitablemente necesitas el dinero para seguir viaje a Tánger o Granada. Una vez que la has vendido te das cuenta de que la extrañas, o porque habiendo llegado hasta ti de una manera misteriosa (como misteriosas suelen ser las vías del Supremo) no correspondía que te deshagas de ella. Y aunque en la venta te hayas visto favorecido, te das cuenta de que el vil dinero es nada más que mierda al lado de ella. Y vuelves al mercado, y el mercader ya ha partido. Preguntas entre las gentes que habitualmente deambulan por allí, a los comerciantes honestos (si es que los encuentras), a la mujer ciega que pide limosna en el portal, a los ladrones, a los vendedores y a los mendigos: ninguno sabe explicarte qué rumbo ha tomado ese mercader, ni dónde se hospeda, si su caravana volverá al amanecer, si sus barcos han tomado rumbo al Sudán o a los prostíbulos de Venecia. Amanecido y disperso (y sin embargo crepuscular como el vino que inunda tu cerebro espeso), arrojas tu bolsa de monedas con la marea alta en el puerto de Sidón.
Al Manzur –lo interrumpió el escriba-, eres mi condiscípulo y amigo, y como tal debo recordarte que mi casa es tu casa, que mi mesa es la tuya, que mis hijas están prontas a reparar todas tus necesidades y que puedes disponer libremente de m dinero para lo que haga falta. De todos modos tengo buenos amigos en la Judería, podemos pedir un crédito si se trata de un largo viaje o si mis recursos no alcanzan a satisfacer tus requerimientos esenciales.
Gracias –siguió Al Manzur-. Te lo agradezco, pero no se trata de mí. En todo caso y si me quieres agasajar, vuelve a llenar mi taza de café mientras trato de retomar el relato. Nos olvidemos un momento de mi persona: esto puede o no puede haberme sucedido. Puede ser una metáfora como la del camello ciego y el destino. Quizá te ha sucedido a tí: eso no importa.
Volvamos por un momento a la misteriosa esclava: imagina que esa misma noche ha dormido en un rincón húmedo y frío, tal vez se trata de la bodega llena de orines de un carguero. El amanecer la ha encontrado temblando y sucia por los vapores de la fiebre. Las otras mujeres la han visto llorar y le han pegado; suponen que trata de ganarse los favores del mercader, de desplazarlas. Otro día el mercader, enterado de lo que pasa por las alcahuetas del serallo, la hace subir con el senegalés que le cuida la espalda con su alfanje. Teme que enflaquezca, se enferme y pierda su valor; supone que la lubricidad del negro la distraerá de su tristeza. Ella le entrega su vientre en una noche no exenta de goce y sin embargo perversa. Imaginemos que mientras todo eso ocurre yo estoy hablando contigo aquí, tomando el café que me sirven tus doncellas, filosofando y disfrutando de tu generosidad en esta noche tan llena y tan quieta que pareciera que por nuestras razones hablan las estrellas. No sabemos si esa esclava es tuya o mía, o quizá de otro que dentro de un instante toque la puerta de esta casa en los arrabales de Granada.
Vi una novela –dijo el anfitrión- donde una muchacha desolada se podría haber arrojado al río Sena. Se trataba de una cosa pasional, lo que los griegos llaman amor.
– Lo sé, pero te ruego que me creas, no se trata de eso. Déjame seguir –insistió el huésped- para ver cuál es el puerto al que quizá arribemos.
– O abandonemos…
Bien –siguió Al Manzur-, imaginemos que… perdón, ¿tienes un poco de vino?
– No tienes más que pedirlo. El vino en Granada no se marchita nunca: puedes dejarlo a reposar en los jardines, fuera de la acequia, y al cabo de cien años tiene el mismo gusto de la rosa temprana. Es, como dicen los Griegos de la esencia, inalterable: puedes emborracharte tranquilo pues no te deja pasta en la boca. Mañana cuando te despiertes verás que eres el mismo Al Manzur que estás dejando de ser esta noche, quizá el mismo que vio una noche dentro de otra noche, en el desierto.
Eso es –dijo Al Manzur-, porque es infinito.
Sí –dijo el anfitrión-, el desierto es infinito.
No la arena. No hablo de la arena –aclaró el huésped-. Es del desierto que digo es infinito.
Lo entiendo –dijo el anfitrión-, está claro de que hablamos del desierto: lo mires por donde lo mires, es infinito. Sírvete un poco más de vino, Al Manzur, tu esclava duerme en los brazos del Senegalés y nada hay en el mundo que opaque tu tristeza.
Es una metáfora –aclaró Manzur-, puede haber ocurrido o no. Te puede ocurrir a ti mañana. Puede ser que no le ocurra nunca a nadie…
Si los Reyes Católicos hubieran expulsado a Boabdil, probablemente yo andaría por ahí –dijo el anfitrión-. Y estoy seguro de que hubiera comprado una esclava en Bagdad, y la hubiera perdido en los mercados de Damasco. Es más, el mundo tiene un lado perverso en el cual todos los días alguien pierde en Damasco lo que ha comprado en Bagdad, y finalmente termina tirando en algún puerto la bolsa de monedas por la borda.
– A eso venía la cuestión de las transformaciones: de eso se trata de lo que hablé en un principio. Si toda la experiencia está inscrita en el espíritu del hombre, y al mutar por la memoria ardiente sigue siendo lo mismo (siempre que Avicena tenga la razón), eso quiere decir que lo que vendrá mañana es lo que ya ha sido.
– No te entiendo, Al Manzur, creo que el vino te está poniendo el espíritu disperso.
Digamos –dijo el huésped- que en la bodega del barco la esclava sigue llorando. Sodomizada y corrompida por el Senegalés, sigue llorando. Voy a ir un paso más allá: supón todavía que ella, que no entiende su miserable destino ni el designio que la ha arrojado a esa circunstancia…
El designio –lo interrumpió el escucha- es el vil dinero por el que la has vendido.
Espera –dijo Al Manzur-, que no es ahí adonde quería llegar. Pídele a tus hijas un poco más de vino, a decir verdad, aunque veo que todavía falta mucho para el amanecer, ya me he embriagado. Digamos que ella, que ignora la trama de un destino, llega a sentir lo que los Griegos llaman amor por ese negro que es su cancerbero y perverso amante. Pero sigue llorando. No hay nada, incluida la ilusión del amor, que pueda impedir que siga llorando.
Mierda –dijo el escucha-, lo que afirmas es algo demasiado grave: algo así como que la existencia está antes que la esencia.
O viceversa, eso no importa –corrigió el filósofo-. Se trata de algo que va más allá, de una secuencia que sin ser lineal es infinita. Imagina que el que hizo esa desgraciada compra en Bagdad puedo ser yo, o no. Puede ser cualquiera de los dos.
– O el infeliz que toque la puerta de esta casa dentro de un momento…
Exacto –se alivió Al Manzur-, eso ya no importa. Piensa en el destino de la esclava, humillada por una enfermedad o una corrupción que no comprende. El mercader, preocupado por las posibles pérdidas para su negocio, la hace atender por las viejas que no alcanzan a comprender la naturaleza del daño. Y que, admiradoras secretas del Senegalés perverso, tampoco pueden entender la absurda historia del desierto. Digamos que sigue llorando (ya es una manera de decir) hasta que el propietario, que tiene el corazón sensible e inclinado hacia las cosas tiernas, la lleva a su diván, trata de cautivarla con regalos y finalmente la hace su preferida. Sin embargo, aunque su rostro ahora luce una tímida luz de alegría, su espíritu secretamente…
-Sigue llorando.
Así es –confirmó Al Manzur-. Sírveme un poco más de vino. Esto conlleva una situación verdaderamente incierta, pues en el harem comienza a trasmitirse la nostalgia y el clima de desolación infinita que trasunta la más importante, la primera. Es como si de pronto la peste del otoño se hubiera instalado en un vagón de circo, de esos que llevan de una ciudad a otra los gitanos.
– El otoño, esa estación propicia a los amantes.
Hasta que una tarde bienaventurada en Venecia, el traficante ve con buenos ojos que un rico comerciante en sedas se ha prendado de la doncella; ella en el fondo de su alma sigue siendo esclava, no importa de quién, pero sigue siendo esclava.
Bien –dijo el escucha-, imagino que el vendedor de telas se casaría con ella.
No necesariamente –corrigió Al Manzur-. No necesariamente. El burgués de Venecia sigue a la iglesia de Roma, que tanto habla del desprendimiento y halaga a la mezquindad, la cual le permite tener una sola esposa. Supongamos que el hombre está casado por el sacramento del Papado (pero Alá es más grande) y por lo tanto…
Lo entiendo –dijo el anfitrión-. Eso significa que el rico comerciante la tomará como socia en su negocio; o como una empleada de importancia para eludir, de esa manera, el castigo de su iglesia.
Algo parecido –aclaró Al Manzur-. No puede hacerla socia pues sus hijos son mayores y celosos de la herencia. Será su “secreter”, su amante. Le pondrá una casa en la Avenida del Cervetto, lo acompañará en sus viajes de negocios, tendrá un profesor de idiomas y otro de música y solfeo; ella le aliviará la inflamación del hígado y la próstata.
Entiendo –intervino el anfitrión-. Supongo que en uno de esos viajes (entre los que se entiende la esclava sigue llorando), el burgués de Venecia visitará al Cadí de Córdoba a quien, además de considerarlo su más próspero cliente, le debe favores singulares.
Veo que nos vamos entendiendo, Ibrahim –dijo Al Manzur-. Veo también que se nos ha vuelto a terminar el vino. Digamos que en la trasmutación, las cosas inscritas en el espíritu del hombre…
– Están inscriptas en el espíritu de la mujer –concluyó el anfitrión.
No se trata de eso –dijo Al Manzur- se trata en realidad de que lo que está inscripto en el pasado también lo está en el devenir. Es la inalterabilidad de la cosa, no su intercambia…
…bilidad –prosiguió el escucha-. Bien, entonces imagino (a ver si he comprendido) que la esclava que compraste en una incierta primavera de Bagdad y que luego, desatinadamente, has perdido junto con tu bolsa en los alrededores de Damasco, seduce al Cadí de Córdoba.
-Exacto, es en particular el secreto velo de nostalgia que trasunta la princesa lo que hiere mortalmente el ojo del Cadí, amante de la buena música, los placeres ingenuos y el misterio.
– Bien, supongo entonces que el mercader veneciano nunca podría oponerse a su deseo (el cliente siempre tiene la razón). Más aún, si el personaje del que hablamos (siempre que hablemos del mismo) es el que controla todos los negocios e impuestos del reino en la bella Córdoba. Sírveme un poco más de vino.
Correcto –dijo Manzur-, veo con placer que nos vamos entendiendo. No sin dolor para el capitalista de la seda, la esclava que compraste en Bagdad queda en manos del Cadí. Alegra las tardes de ese viejo verde bajo la morera, le enseña el idioma de los Papas (pero Alá es más grande) y es la flor más bella de su pajarera.
Y la más triste –aclaró el escucha-, si es que seguimos fieles al sentido de tu historia.
– Imagina entonces que el Cadí se la regaló un día al profesor Abdo Alem Al Alemí, traductor del sultanato y maestro de sus hijas.
– Aquél que disertaba en la Mezquita sobre los misterios del Islam y alistaba a los legistas en las teorías de Aristóteles el Griego.
– El mismo, aquél que solía reconvenir a los poderosos con el proverbio que dice: “fíjate a quién pisas”. Alejaba con ese regalo el Cadí dos peligros inminentes: la desintegración de su palacio y la conspiración del Harem, que liderado por su esposa principal atentaba de maneras descaradas contra las preferencias que demostraba el Juez por la doncella, Veo –dijo el escucha- que con ese regalo el Cadí también obstaculizaba el amor platónico (e irreverente) que profesaba su hija mayor por el maestro Alem, el Iluminado. Ese romance en ciernes podía arruinar una alianza ventajosa con el sobrino del sultán de Cádiz…
De Málaga… -corrigió Al Manzur-. Estoy asombrado de tu inteligencia. Ahora sí veo que nos vamos entendiendo. Vamos a brindar, si es que no se nos ha terminado el vino.
– Mis hijas van a traer una vasija que guardo en el nicho de la fuente. La escondía para una ocasión como ésta, tiene más de treinta años. Bebe tranquilo, Al Manzur, no es momento para que se nos termine el vino; aún nos falta tiempo para el amanecer. Así que la bendita esclava que perdimos en Damasco vino de la mano del Docto Al Alemí hasta las casas de Granada. Si tu teoría sobre la trasmutación del ser no es incorrecta, esa tristeza, ese cierto encebollamiento en los ojos de la esclava seguiría imperturbable, aún en su descendencia.
No en toda su descendencia –aclaró el sabio-, sólo en las muchachas de su descendencia, y no necesariamente en todas.
Entiendo –dijo el anfitrión-, solamente en las hermosas. Bien, esa neblina de llanto antiquísimo sería el hilo secreto de la belleza, un código hecho de dolor y de misterio. Si el vino que escanciamos no entorpece el silogismo, podría concluir en que la primera belleza explica a la última, y así infinitamente: como la historia del desierto.
Salud Ibrahim –dijo Manzur-. Brindemos por el efímero dueño de aquella noche en el desierto, que habiendo inventado sin querer la primera tristeza es aún el dueño de la última; y de su misterio.
Recítame Al Manzur –dijo el escucha-, aquellos versos del poeta que hablan de la virtud del vino y la inasibilidad de la belleza.
Cuando el sabio Al Manzur se despertó al otro día en la habitación de huéspedes de su amigo Ibrahim de Granada, sentía que su cabeza estaba embotada y llena de humo.
Y cuando pudo abrir los ojos vio que la esclava aún dormía respirando al lado de su pecho. Por un momento pensó que la conversación de la noche anterior pertenecía al reino de los sueños, proclives a la indagación y al desvarío. Oscuramente pensó que la caravana podría haber partido ya. Los bereberes suelen ser respetuosos de las costumbres de la gente y como a todos los pueblos del desierto no les llama demasiado la atención si alguien decide quedarse por ahí: al fin y al cabo nada obstaculiza el tráfico por esas latitudes.
Cuando volvió a abrir los ojos ella seguía estando allí. Sensible a su agitación, lo miraba con ojos tiernos y cansados, con la misma adoración con que suelen mirar las pastoras a la virgen en los pueblos. No estaba, sin embargo, en el desierto. El inocultable perfume del azahar entraba por el balcón desde un patio donde murmuraba en la fuente el agua fresca. La que estaba a su lado era la hija más joven (y la más rebelde) del profesor Ibrahim Alem Alemí, su anfitrión y excelente de Granada. Cómo había llegado a pasar la noche con él era todavía un misterio para el sabio 8y aún para el Iluminado).
Había cerrado nuevamente los ojos y se había apretado más a su cuerpo, como si tuviera miedo o presintiera oscuramente que el hombre al que se aferraba pudiera venderla a un estúpido mercader en los extramuros de Granada. Cuando volvió a abrir los ojos fue para preguntarle:
– ¿Es verdad que tu abuelo compró a mi abuela en Bagdad y la perdió en los mercados de Damasco?
Es algo así –le contestó Al Manzur con voz pastosa-. Es una metáfora.
En ese momento tocaban la puerta. Una criada le avisaba que el Doctor Ibrahim lo estaba esperando en los jardines para desayunar y continuar con la plática de la noche anterior. Ella se deslizó bajo las sábanas tan sutilmente que nada parecía delatar que habían dos cuerpos en donde cabía uno. Sólo entonces reparó Manzur que se encontraba en una situación comprometida.
Más tarde, mientras le hacían probar los dátiles en almíbar y las natillas a un costado de la fuente, Ibrahim le relató una extraña pesadilla: en ella había sido apedreado por la turba en el portal de una Mezquita.
En ese sueño –le dijo-, Isabel la Católica había derrotado a Boabdil y nos había expulsado de toda España. Yo era un andrajoso que mendigaba en los portales.
Juegos de la imaginación –le contestó Al Manzur-, Isabel se marchitó en Santa Fe y Torquemada se secó en las torres de Toledo. Por lo demás, eso pasó hace cien años.
Cuando ella salió de debajo de las sábanas estaba un poco triste: tengo miedo de no haberte hecho feliz –le dijo-, de no haberte amado demasiado.
Manzur la besó casi con torpeza. Estaba inquieto y aún le dolía la cabeza.
Munzur Al Manzur –le dijo ella-, ¿qué es una metáfora?
Una metáfora es una metáfora –dijo sintiendo que no sabía qué contestar-. Es algo así como que tú… -trataba en vano de hacer inteligible su torpe pensamiento- tú eres una metáfora de la historia de tu abuela. Es decir algo parecido.
– ¿Yo soy una metáfora?
Algo así –dijo Munzur-
Volvió a ponerse triste aunque ya Manzur no se diera cuenta de ello. Sentía la respiración de la muchacha como las alas de una paloma cansada al lado de su pecho.
Está bien –le dijo entonces ella-. Pero no se lo digas a mis hermanas.
¿Qué cosa? –preguntó Al Manzur.
– Que soy una metáfora. Ellas son muy tontas y siempre se ríen de las cosas que no entienden.
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La Metáfora de Munzur Al Manzur
Un relato delicioso, de impecable factura. Casi poesía en la nostalgia arabe.