Olor a pobre: una crítica sobre «Parasite»

«Parasite» es la historia de dos clanes: uno de ellos ingresa al mundo del otro. Se mezclan. Pero ese olor a pobres del subsuelo no se quita con jabón ni suavizante… es la marca social que evidencia su arquitectura y que revuelve las tripas de los sin marca, con olor a rosas, los que no huelen a rabanitos… El olor como síntoma y clausura, el olor más allá de la apariencia. Podrás parecer, pero nunca ser.

Bong Joon ho ha deslumbrado al mundo- a excepción de Donald- con un film en el que seguramente echarás mano a consideraciones prejuiciosas y asistencialistas acerca de cómo ciertas gentes de abajo pueden convertirse en parásitas de ciertas gentes de arriba. Pero cuando completás el itinerario comprendés que hay otra mirada sobre los pobres malolientes y sobre la burguesía. ¿Acaso no se muestra sin filtros a esta clase como una clase «parasitaria», casi inútil a no ser por su habilidad de producir dinero, dinero que puede aprovechar un ser que viva en el subsuelo, casi como una cucaracha que emerge de aguas servidas, como el chico de una familia pobre, sumergida debajo de una ciudad que va fumigando a sus habitantes alcantarillescos?

El espacio se convierte en antesala de la tragedia. El mundo se divide en espacios que configuran universos: precariedad para los de abajo, espacio casi claustrofóbico y asfixiante, oscuro, maloliente, infecto, degradado. El otro espacio es la antítesis: en este mundo reina el confort. Pero la cualidad de los que habitan los define. Por momentos, la narrativa de la picaresca convierte a la familia mendiga en pícaros, en personajes caricaturescos cuyas picardías se destinan a sobrevivir. Podrían ser absueltos. Travesuras montadas en la necesidad de comer y de sentirse menos miserables.

Hay una mirada y un juicio de valor sobre la realidad coreana, pero «pinta tu aldea y pintarás el mundo», entonces el conflicto, la fábula, la pincelada esperpéntica de un mundo cruel que va hacia su propia autodestrucción, se vuelve universal. Pinceladas grotescas que afinan lente sobre la miseria hasta el grado extremo de la marginalidad.

A partir del drama familiar del pobre, se exhibe el aislamiento del individuo y su conflicto con el entorno social.

Pobres sin conectividad a internet podría ser la metáfora de la incomunicación. La «Babilonia» de Armando Discepolo en un mundo globalizado. La nueva Torre de Babel instalada en el siglo XXI donde la imposibilidad absoluta de la comunicación no es ya el idioma sino internet, es wi fi lo que nos conecta. Pero además, la Torre de Babel, como en el drama discepoliano, está invertida. En el subsuelo no hay posibilidades de conexión a menos que la robés. Se trata de un mundo cuyo orden ese ese: tomar lo que se pueda. Pero no para ser, solo para estar… como pasajeros… parasitariamente…

El tratamiento irónico, la mirada ácida y el humor deformante van mutando hacia una construcción violenta de la realidad, producto de la degradación de los mundos, de la perversión de la moral, de la injusticia social y la desigualdad de clases. El director ha diseccionado las partes para mostrarnos sus vísceras. Pura adrenalina en un film donde el vértigo es la prueba de lo escalofriante. Te arrolla hasta el final.

El drama familiar se instala de ambos lados. Pero la butaca reclina más cerca de los de abajo.

El relato salvaje de los del subsuelo logra conmover en lo profundo. Ya no importa la banalidad de los ricos sino la desgracia de los pobres cuya estrategia troyana se convierte en su propio método de extinción. Pero ni unos, ni otros. ¿Acaso todos están destinados a la extinción? Seres humanos como parásitos unos de otros, no importa de qué clase social sean.

Un film que a todas luces, es una obra maestra inspiradora, una máquina que pone al cerebro a vivir de manera alucinante, realidades conocidas que se nos presentan como descubrimientos sobre mundos que quisiéramos que no fuesen tan humanos, tan desesperados, tan a la vuelta de casa.