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Otra vez el río: cientos de evacuados por la peor sudestada de los últimos seis años

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– 02-09-2010 / Anoche, Prefectura seguía rescatando vecinos. Punta Lara fue el lugar más crítico

La zona de la pérgola, ayer al atardecer. La imagen es elocuente. Horas después, el lugar se volvió completamente intransitable.

Cientos de evacuados, pérdidas materiales incalculables, calles anegadas y un extenso apagón es el saldo que al cierre de esta edición dejaba la sudestada desatada en toda la zona ribereña del Río de la Plata. Anoche, efectivos de Prefectura, de Defensa Civil y vecinos continuaban sacando gente que había quedado atrapada por la feroz crecida del río, que alcanzó los 3,55 metros, el mayor registro de los últimos seis años. La situación en Punta Lara era caótica: centros de evacuación desbordados e incomunicación total por calles llenas de agua. En Berisso, el panorama era algo más alentador, aunque también preocupante. Los pronósticos, en tanto, auguraban un cuadro más complejo: se esperaba que el río llegara a los cuatro metros.

La crecida se produjo por vientos de más de 70 kilómetros provenientes del sud-sudeste que sopló parejo durante toda la jornada. En horas de la tarde, efectivos de Defensa Civil de Berisso auxiliaron a los habitantes de la isla Paulino, a quienes rescataron de sus viviendas cuando el río alcanzaba los 2,70 metros de altura. Pero cerca del anochecer la situación empeoró drásticamente. Anoche, minutos después de las 21, el río alcanzaba los 3,55 metros, según informó a Diagonales Miguel Cepero, director de Defensa Civil de Ensenada. Allí, la situación era crítica, sobre todo en la zona del arroyo Miguelín, donde permanecían atrapadas familias con niños pequeños, a quienes Prefectura intentaba rescatar utilizando motos de agua, el único medio de transporte posible de utilizar.

Horas antes, decenas de camiones del municipio comenzaron a trasladar a residentes de Boca Cerrada hasta el centro de evacuación SUM, en Villa Rubén Sito. Los habitantes fueron reticentes a dejar sus casas por temor a robos hasta cerca de las 21, cuando la situación era insostenible y el centro de evacuación se colmó. “El cuadro es crítico. No podemos dar un número real de evacuados porque siguen llegando, pero ya dimos de comer a más de cien personas y estamos trasladándola a la Casa Cultura”, contó a Diagonales Carolina Kalipolitis, encargada del lugar.

La mujer explicó que el traslado de los evacuados al edificio ubicado en Ortiz de Rosas y pasaje Cabo Verde se debió a que el desborde fue brutal y todos los caminos permanecían cortados. “Necesitamos abastecernos, y por ello nos mudamos a un lugar del cual se pueda salir en búsqueda de comestibles, agua”, relataba Kalipolitis.

Desde mucho antes, varios kilómetros al sur, en Berisso, el gobierno comunal había puesto en marcha un comité de crisis y equipado el Gimnasio Municipal para una eventual evacuación. La arremetida del río y la complicada ubicación del Gimnasio (a unos 200 metros de la Montevideo, en dirección al río) obligó a un plan B. Entonces, dispusieron el Hogar Social, ubicado en Montevideo y Nueva York, como centro de albergue. Igual, al cierre de esta edición sólo había unos 100 auto evacuados (se ubicaron mayormente en casas de familia), según Oscar Lutczak, director de prensa berissense. El funcionario estimó que será medio millar de personas las que se deba asistir con comidas y ropa de abrigo.

RESISTIR EN CASA. Marta Sandoval encontró en el centro de evacuados de Punta Lara un poco de calor. Faltan algunos minutos para las 19; todavía tirita de frío mientras lleva en sus brazos a Thiago, de 10 meses, el menor de sus cinco niños. Vive a metros del zanjón en una precaria vivienda “construida a pulmón” (léase, levantada con sus propias manos). Allí quedó su esposo, Marcelo, y el mayor de los hijos, Maximiliano, de 13, “cuidando que no se roben nada”.

Su esposo “labura de changas” y al padecimiento esporádico por la crecida del río la familia le suma el cotidiano de la carencia. Sin buscarlo, Sandra pone el mejor ejemplo: “Mi marido se quedó cuidando la casa, con el agua adentro, porque si nos roban la garrafa qué hacemos, no podemos cocinar con fuego”. Y luego cuenta que además tienen una heladera, que les costó mucho tiempo conseguir. Su hija Luján, de 15, no tuvo fiesta, pero heredó el aparente optimismo de la madre. Ahí está sentada, tranquila, relojeando a sus hermanos Matías, de 11, y Malena, de siete añitos. “Si el río sube mucho, pero mucho, ellos también se vienen para acá. Pero para que eso pase tiene que ser un desastre, tiene que haber un metro de agua adentro de casa”, insiste la mujer, que ya le da la teta a Thiago.

La silla de ruedas de Alberto Gómez, un ex vendedor de diarios en el sur del país actualmente desocupado y con ganas de volver al rubro, arrastra parte del barrial en el que se transformó el diminuto patio al frente de su casilla de madera ubicada en el corazón de la villa Rubén Sito. Tiene 66 pirulos y lleva diez postrado por una diabetes aguda. Le saca dramatismo a lo que está pasando con el río. “Peor fue en el 2004. Ahí sí fue fulero. Nos tuvimos que ir todos”. Y en eso llega su esposa, María Cristina, acompañada de su hijo David, la pareja de éste y la beba de ambos, de 9 meses. “Buenas, buenas… me traje las palabras cruzadas porque la noche es larga”, dice, y larga una carcajada impropia de las circunstancias. Otra demostración del temple de los ribereños acostumbrados a pasarla mal.

Como Marta y Alberto, Lucía y Agustín le ponen el pecho a las circunstancias y los pies al barro. Van y vienen, acarreando cosas y gente, por una calle ya a oscuras que arranca en el asfalto pero no tiene final, se pierde en el río. Se internan, el agua les llega a la cintura y por allá, lejos, doblan en lo que se supone es una calle transversal que los lleva hasta la casa de Julián, “el más pibito de los Vásquez que no quiere abandonar el rancho”, informa Susana, una vecina que se mueve, gesticula, ordena y sugiere como si fuera la coordinadora de un comité de crisis.

ACOSTUMBRADOS. Ariel Stafforini está parado en la puerta de su casa ubicada frente a la pérgola. Está descalzo, con los jeans arremangados, los pies en el agua y la mirada en el horizonte corto, ahí nomás, en el murallón, donde revienta esa gran masa de agua. Hace rato que la inundación llegó y ya es la peor de los últimos años. Se viene la noche y el río promete subir otros 80 centímetros. A contramano de lo que indica el sentido común, Stafforini sonríe y fuma como si nada pasara. Está acostumbrado el hombre, al igual que su esposa y sus dos hijos, que juguetean en la puerta y sacan fotos como turistas.

Es que para los Stafforini la crecida del río es natural. “Hace 17 años que vivo acá. Mis hijos nacieron, se criaron en esta casa, frente al río –cuenta este tachero que viaja a diario a La Plata a trabajar–. Si sube mucho más, como está pronosticado, que llegue a los cuatro metros, llevo el auto a la comisaría y me vuelvo a casa, tranquilo”.

La oportunidad mudó a esta familia al lugar. “Cuando nos casamos con Alicia, mi vieja me dijo: ‘ahí tenés la casa, amueblada y todo’… y me vine. Y acá estamos. Ni un problema con el río. Mirá los chicos, están chochos”, desafía Stafforini, a las risas, mientras sus hijos continúan con el set fotográfico y el oleaje se agiganta a sus espaldas.

– Diagonales

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