Estamos en un año electoral y cualquier cosa vale para evitar el desprestigio de un estado cretino y abúlico.
Cuando Albert Camus ganó el Premio Nobel de Literatura, después de publicar su gran novela “La Peste”, nadie lo esperaba en la estación Central de París. Sólo tres o cuatro de sus viejos camaradas. El Estado Francés, harto referente de la ceremonia Oficial, le hizo un vacío por demás elocuente, en particular considerando de que el autor argelino francés había sido quien, durante los años de la ocupación de París, había escrito los editoriales del proverbial diario “Combat” de la Resistencia.
Días después, en una conferencia de prensa, le preguntaron sobre cuándo había ocurrido esa Peste de Bubónica en la ciudad de Orán, Argelia, a la que refería su novela.
—Que yo sepa –contestó-, nunca hubo una peste de Bubónica en Argelia.
Insistieron los periodistas preguntando entonces en qué peste había estado, pues de otro modo no se podría escribir con tanta verosimilitud y crueldad esa novela.
—En realidad –les contestó-, yo nunca estuve en una peste.
Sonrieron los periodistas, e insistieron en que no podía haber escrito esa novela si no había tenido la experiencia de sobrevivir a una peste, o al menos sin haber escuchado el testimonio de alguien próximo que lo viviera.
Entonces Camus, con lágrimas en los ojos, les contestó:
—Les pido disculpa, señores. Yo pensaba que se habían dado cuenta de que no se trataba de otra cosa que de una metáfora sobre el fascismo.
Hoy me toca ver, con cierta pesadumbre, los avatares de un crimen de aquellos con los que se suele trascender la ominosa Buenos Aires.
Y observo que, como siguiendo el proverbio de las novelas policiales que dice “el asesino es el Mayordomo”, se levantan patíbulos judiciales y mediáticos sobre un hombre que espera los resultados de un Adn para darse muerto.
Escuchaba hoy a un periodista, Canaletti, entrevistando a una científica forense experta en la trama genética. De todos los obstáculos que mencionara pudieran enturbiar la validez de esos resultados, que el público lego considera inapelables, mencionó que muchas veces las muestras pueden ser “plantadas” por los investigadores. No existen controles que puedan garantizar que aquello no ocurra.
Más allá de las responsabilidades reales en un crimen aberrante (en Salta abundan), seguramente las pruebas del rastreo genético van a condenar al hombre, por ser portero y por el hecho simple de que la piel de su rostro ha sido lastimada en una sesión de interrogatorios. No es difícil imaginar que su rostro va a aparecer fotocopiado debajo de unas uñas de esa víctima adolescente.
Estamos en un año electoral y cualquier cosa vale para evitar el desprestigio de un estado cretino y abúlico que no suele estar a la altura de las circunstancias: y para eso están los Perejiles.
En el llamado Proceso de Reorganización Nacional, más del setenta por ciento de las víctimas estaba compuesto por esos proverbiales Perejiles.
Lo tremendo que deja entrever el crimen de Ángeles, aparte de la aberración que constituye cualquier crimen, es el maquinismo perverso que sigue funcionando desde y a pesar de todos los procesos.
Cómo es posible que una institución que estuviera comprometida con la evaporación súbita de treinta mil de sus conciudadanos en la década del 70 siga estando vigente como si nada? Y con la misma impunidad, los mismos métodos. ¿Qué negocio turbio es éste?
Y si llegamos a asumir que no fueron todos, que fue sólo una parte: ¿qué hacían los policías buenos mientras ocurría ¿Miraban para otro lado?
Porque, a fuer de la verdad, cobraban suculentos salarios para cuidar el sueño de sus conciudadanos. Con dineros públicos, es decir el mío, el tuyo y el suyo. De vosotros y ellos. Que se sepa nadie los procesó por incumplimiento del deber de funcionario público.
Ahora esos mismos torturan al portero, con un instrumento incorporado a las fuerzas de seguridad por el hijo del poeta Leopoldo Lugones. ¿Por qué no atormentan a un Rawson, a un Mitre, a un Belgrano? Porque el precio puede resultarles demasiado alto. Porqué no a un Roca, así nos cuenta qué espantosa poción derramaba en las lagunas de los paupérrimos Ranqueles? Y pensar que uno tiene que andar con la foto de un asesino serial, en una estampita que dice cien, dentro del bolsillo.
Porqué no a un Harguindeguy, a un Massera, para que digan dónde están los más de tres mil bebés que nacieron en cautiverio y ahora deambulan sin saber siquiera quiénes son ni de dónde vienen?
Las fuerzas de seguridad no son creíbles en un país donde faltan treinta mil de sus ciudadanos, y a cuarenta años de democracia no ha aparecido de ellos ni un zapato.
Al final de esa gran novela que es La Peste, los habitantes de Orán están festejando el final de la peste. En un gran acto público, coronado por los fuegos de artificio, gobernantes y gobernados festejan los informes oficiales que indican, según las estadísticas, que el microbio de la peste fue vencido.
El Maestro Tarroux no está allí. Él es quien ha organizado los equipos de salvataje para luchar contra los estragos de la peste negra, aún a riesgo de su vida.
Un periodista lo encuentra sentado en un café, en una callejuela de Orán, en solitario. Le pregunta entonces porqué no está él festejando con la gente.
—Porque todos ellos ignoran –le contesta- que el microbio de la peste no muere ni desaparece jamás. Permanece cristalizado en los pasillos, en los cajones, en los pañuelos. Esperando que algún día la Peste despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad feliz.