En plena década infame, el agrimensor, filósofo y militante de Forja Raúl Scalabrini Ortiz decía que “el instrumento más poderoso de la hegemonía inglesa entre nosotros es el ferrocarril. El arma del ferrocarril es la tarifa.
Con ella se pueden impedir industrias, crear zonas de privilegio, fomentar regiones, estimular cultivos especiales y hasta destruir ciudades florecientes. Es un arma artera, silenciosa y, con frecuencia, indiscernible hasta para el mismo que es víctima de ella”.
Scalabrini Ortiz mostraba cómo “una bolsa de harina remitida a Salta paga $2.53 si se envía de Córdoba (862 kilómetros) y solamente $2.06 si se la remite desde Buenos Aires (1.600 kilómetros)”. El trazado ferroviario, un embudo que terminaba en el Río de la Plata, era una garantía de la dominación británica.
El tosudo Scalabrini era uno de los pocos forjistas que no quiso afiliarse al radicalismo. Al año de la llegada de Juan Perón al gobierno, se concretó el sueño del cual Scalabrini había sido emblema.
El 13 de febrero de 1947, se firmó el contrato de compraventa de los ferrocarriles británicos por el Estado.
Eso fue junto a la creación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), la Junta Nacional de Granos, la Flota Mercante, la creación del Banco Industrial, así como la nacionalización del gas y las usinas eléctricas.
La política de distribución de la renta nacional tuvo otro hito el 9 de julio de ese 1947, cuando Perón, en la histórica Casa de Tucumán, declaró “la independencia económica” al terminar de pagar los compromisos externos (incluso, rémoras del empréstito de la Baring Brothers de 1824).
Scalabrini Ortiz, en sus años de agrimensor, recorría campos y se pasaba horas caminando por las vías.
Le gustaba, en cada pueblo, ver la astucia de los británicos para establecer el lugar exacto donde pasaba el trazado ferroviario o donde se decidía el lugar de una estación.
Él lo sufría más que ninguno: la nacionalización inauguraba una nueva era pero, eso sí, sobre el diseño del país dependiente y raquítico de industrias.
Lo que Tristán Bauer encarna en esta hora no es una misión solitaria. Hay siete años de luchas por cambiar el modelo de distribución de la renta. De avances, algunas veces tibios y otras tantas muy significativos.
La era de la televisión digital es, en verdad, la nueva era donde la televisión va a dejar de ser tal. La convergencia tecnológica ya creó dispositivos en los cuales se funden la computadora, el teléfono y la televisión. Incluso, en poco tiempo, el tamaño de esos dispositivos podrá ser tan pequeño como un reloj. Que el Estado, que este Gobierno, haya tomado la iniciativa de dar el trazado de estas nuevos rieles virtuales, es una significación estratégica.
No sólo porque en una primera etapa podrá brindarse un conjunto de señales gratuitas y terminar con la vergüenza de monopolios que cobran tarifas exorbitantes, meten publicidad por todos lados y, encima, son, parafraseando a Scalabrini “el instrumento más poderoso de la hegemonía”, en este caso, cultural e ideológica.
El gran desafío de esta nueva lucha por la soberanía informativa y cultural es que cada uno de quienes reciban estas nuevas señales pueda valorizar lo “gratuito” como un esfuerzo inmenso en una lucha desigual y como el resultado de una maduración histórica.
Cada antena estará ubicada para dar un paso más y terminar con el diseño del embudo hacia el puerto. El gran sueño es que sepamos que lo gratis es el resultado del esfuerzo de todos y que tiene que redundar en un país para iguales. En el cual, por supuesto, también haya lugar para ferrocarriles para todos.
– Por Eduardo Anguita – Miradas al Sur – 4-04-2010