Aquel hombre (Lugones), señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte. Jorge Luis Borges
La relación reivindicatoria de Jorge Luis Borges con Leopoldo Lugones nace explícitamente en la década de 1950. El campo literario argentino, incluida la crítica, excluía la hegemonía Sur y sus afines liberales y conservadores. Los nuevos tiempos van a intervenir sin benevolencia con ambos escritores. Lugones no alcanzó a vivir el peronismo ni las tendencias izquierdistas posteriores, y Borges primero escribe su Lugones (1950) y luego lo va a visitar en la biblioteca de la calle México en El hacedor (1960) a través de un sueño.
Para un Borges que eludió siempre la desmesura, el elogio es desmedido. No es difícil suponer cuál sería la postura de Lugones con respecto a los tiempos políticos a partir del peronismo. Su férrea oposición al yrigoyenismo y los movimientos de masa (a los cuales Borges había adherido en los años 1920) podrían alegar a favor de este acercamiento a través de la “sinceridad” de un sueño que conjura viejas disidencias. Se trataba de un encuentro político: Borges reiniciaba –reseteaba– su genealogía literaria, aunque en 1932 le había dedicado de puño y letra su Discusión.
César Fernández Moreno incorpora en su libro La realidad y los papeles un diálogo con Borges a modo de entrevista, realizada el 9 de octubre de 1965. Allí, Borges dispone dos observaciones inquietantes sobre Leopoldo Lugones. La primera es acerca de la percepción de la realidad, uno de los ejes centrales de su propia obra.
Entonces Fernández Moreno lo induce a merodear el libro que había publicado junto a Betina Edelberg sobre Lugones y las posibles causas de su suicidio. Borges, desde un ambiguo énfasis, argumenta sobre la imposibilidad de que la realidad pueda verbalizarse. Si Lugones fue un maestro de esa verbalización de la realidad, en un momento de su vida se defraudó porque sintió que era “incomunicable y atroz”.
Tal vez Borges estuviera recordando su propio cuento “La escritura del dios”, cuando a Tzinacán se le reveló la palabra “dios” en un sueño de otro sueño, pero no la pudo comunicar. Pero Borges va un poco más allá, quizás en contra de lo que los lectores conciben de su propia obra para amenizar cierta cohesión filosófica en su poética, y reconoce que “no toda la realidad es verbal”; el “no toda” quiere decir que hay algo que es posible comunicar.
Lugones lo habría sentido, lo que no significa que se hubiera dado cuenta de ello, que lo hubiera racionalizado. Según Borges, esto le provocó una angustia que lo llevó a acabar con su vida. La muerte es real, pero también lo es la angustia, o la impotencia asumida, y esto se puede comunicar. Fernández Moreno remeda a Borges y sentencia que Lugones quiso decir todo (recordemos a “Funes, el memorioso”) y como es obvio, según él, fracasó. Borges concluye que Lugones percibió esto, y en consecuencia no le quedó otra opción que la muerte.
Recordemos otra vez que en “La escritura del dios” Tzinacán, encerrado en un pozo, intenta descubrir la escritura del dios, y una vez que lo logra, su desciframiento es incomunicable. Esto provoca su deshumanización, es decir la incomunicabilidad absoluta, que vendría a ser la muerte. Aquí no olvidemos que Lugones había escrito muchos años antes “La estatua de sal”, donde la mujer de Lot le revela al monje Sosistrato lo que vio en Sodoma al volverse en su huida. Cuando escucha al oído la revelación, el monje muere: la revelación es incomunicable, lo absoluto descansa en la muerte. “Hubiera sido mejor que él hubiera comunicado, o tratado de comunicar su angustia”, dice Borges después, ante la interrupción de Fernández Moreno al reafirmar que “él trató de comunicar todo y no pudo. Ese sería su fracaso.”
Lugones, el polígrafo, aspiró a escribir sobre casi todo para remediar lo que él mismo sentenciaba como una pretensión juvenil, soberbia atribuida a las vanguardias. Y aquí señalamos la segunda observación que ponía en escena Borges para referirse a Lugones: “Ahora bien, yo creo que esa experiencia del ultraísmo (escuela que juzgo equivocada ahora, porque entiendo que Lugones, para decirlo en criollo, nos había madrugado muchos años antes con su Lunario sentimental), esa experiencia fue, en suma, una experiencia útil, una experiencia rica.”
En su libro Lugones había sostenido: “Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco”. A partir de aquí hay que tener en cuenta algunos contextos, o bien algunas fechas. Su Lugones se publica en 1955, año en el que su vituperado enemigo Perón es derrocado. El hacedor es de 1960, en cuyo prólogo exalta emotiva y personalmente al Lugones de la década de 1920, cuando era director de la Biblioteca Nacional de Maestros; de allí la vinculación que lo afecta, porque en 1960 Borges era director de la Biblioteca Nacional. Borges está reivindicando al Lugones conservador, renegado de la democracia y de los movimientos populares.
Cabe destacar que también en 1960 Noé Jitrik había escrito un libro muy poco favorable para con Lugones (Leopoldo Lugones, mito nacional) y la revista Contorno (innovadora de la crítica literaria argentina en los años 1950) no veía en Borges a un “escritor democrático” y menos todavía de izquierda. Además, los sectores intelectuales del peronismo y del campo popular tampoco lo reconocían como un “escritor nacional”, sino como un cipayo al servicio de “la colonización pedagógica” (la recopilación de ensayos Antiborges que realiza Martín Lafforgue es elocuente, particularmente porque la mayoría de los textos seleccionados se corresponden con las décadas de 1950 y de 1960).
Borges realzaba, por entonces, al Lugones autor de La hora de la espada (1924) y al que muchos sostenían que había sido el escribidor de las proclamas militares del golpe militar de Uriburu.
Entonces Borges, que antes lo había defenestrado al estilo martifierrista (las diminutas reseñas de libros de la revista Martín Fierro eran lapidarias, entre la ironía mordaz y la obscenidad sentenciosa), particularmente en El tamaño de mi esperanza (1926), luego se arrima para glorificarlo. En la reseña sobre el Romancero de Lugones decía que “El pecado del libro está en el no ser; en el ser casi libro en blanco, molestamente espolvoreado de lirios, moños, sedas, rosas y fuentes y otras consecuencias vistosas de la jardinería y la sastrería; de los talleres de corte y confección, mejor dicho”. Y observaba con una incierta sagacidad que “Muy casi nadie, muy frangollón, muy ripioso, se nos evidencia don Leopoldo Lugones en este libro”, para detenerse en el dispositivo musical de las rimas (como en su momento también lo hizo su colega vanguardista Leopoldo Marechal), aseverando además su falta de originalidad. Y casi concluye: “Hoy, ya bien arrimado a la gloria y ya en descanso del tesonero ejercicio de ser un genio permanente, ha querido hablar con voz propia y se la hemos escuchado en el Romancero y nos ha dicho su nadería. ¡Qué vergüenza para sus fieles, qué humillación!”
Pero Lugones también había “madrugado” a Borges en la diatriba cuando indirectamente, alabando la novela Don Segundo Sombra (1926) de Güiraldes, calificó a la vanguardia de los años ‘20 como “la trastienda clandestina de la mixtura de ultramar, donde el fraude de la poesía sin verso, la estética sin belleza y la vanguardia sin ejército, adereza el contrabando de la esterilidad, la fealdad y la vanagloria”; y agregaba que aquellos jóvenes irreverentes cultivaban “un gracejo de arrabal” e intentaban crear un falso país atiborrado de “canallas”.
En contraposición, en un artículo publicado en 2018 en Infobae, Rodolfo Biscia sostiene que “Al Lunario sentimental, el joven Borges enseguida lo rebautizó como Nulario, pero más tarde reconoció que sus metáforas superaban en osadía las de la efímera vanguardia ultraísta. Tal vez el título borgiano de El tamaño de mi esperanza esconda una réplica a El tamaño del universo, así como Luna de enfrente, una respuesta al Lunario. En su monografía Leopoldo Lugones, Borges razona los motivos que apuntalan su cambio de valoración: es un prodigio de síntesis, homenaje ambiguo y socarrón ejercicio crítico.”
Lugones, el adelantado, el vanguardista, según el Borges de los años 1960, el que madrugó a todos los jóvenes soberbios y maleducados, tenía en común con todos ellos el tiempo de la madurez, que para Borges sería el alineamiento con la derecha liberal. Los jóvenes martinfierristas dispararon a Lugones, esa fue su operación genealógica de la literatura. Lugones casi no les contestó, apenas indirectamente, quizás a la manera de la indiferencia de quien estaba en el pedestal de la literatura nacional.
En El hacedor, Borges sueña que le entrega su libro a Lugones y rememora que poco de lo suyo le había gustado a don Leopoldo. Quizás entonces todavía no, pero en un mañana sí, cuando los tiempos se confundieran en la muerte, se encontraron en una biblioteca, en un libro: “iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra”.
* Profesor titular de Literatura argentina II Universidad Nacional de Córdoba