“Atar con alambre” en el léxico popular es sinónimo de construir o arreglar algo con un carácter provisorio, sólo para salir del paso y no más que eso.
El trabajador humilde que decide reparar sin mucho esmero la bicicleta que lo traslada hasta su lugar de trabajo o el gobierno provincial que hace arreglar provisionalmente un puente carretero o emparchar una ruta. Una práctica en la que incurre tanto el ciudadano común como el mismo Estado en su faceta nacional, provincial o municipal. El Estado que tiene como obligación natural preservar los bienes comunes y no lo hace o lo hace mal.
Esa expresión popular, que a veces usamos casi inconcientemente sin tener en cuenta su dimensión real, ocupó los titulares de los medios de comunicación nacionales en estos días a propósito del drama del submarino ARA San Juan, de la Armada Argentina, cuando los familiares de la tripulación luego de enterarse de que la causa de la desaparición de la nave podría ser una explosión interna, denunciaron en medio de su angustia que el submarino, como otras naves de la Armada, padecían pésimas condiciones de mantenimiento. El hermano de uno de los tripulantes expresó: “La culpa la tienen los 15 años de abandono de la Armada, todo estaba atado con alambre”. Itaí Leguizamón, esposa de otro tripulante, dijo: “Inauguraron un submarino pintado por fuera en el 2014, nada más”.
La tragedia del ARA San Juan es particularmente emblemática porque hizo visible los graves problemas que tiene la Argentina para ejercer su defensa nacional según lo que dispone nuestra Constitución. En los doce años de Kirchnerismo las Fuerzas Armadas fueron sometidas a una verdadera represalia de parte del Estado Nacional tras la acusación de ser responsables por el terrorismo de estado implementado por la cúpula militar que asaltó el poder en marzo de 1976. Importa poco que hayan pasado más de treinta años de esa etapa funesta, que los jerarcas castrenses de entonces sean hoy hombres seniles condenados a prisión perpetua o se hayan muerto de viejos, y que los nuevos oficiales jerárquicos no tengan nada que ver con aquellos.
Baste recordar que el Ministro de Defensa durante cinco de esos doce años fue Nilda Celia Garré, y Horacio Verbitsky uno de sus asesores más importantes: dos combatientes de la Organización Montoneros que en los años de plomo enfrentaron a las Fuerzas Armadas y que en la “década ganada” se convirtieron en autoridades políticas de los nuevos cuadros militares. El llamado “Ministro sin cartera” del gobierno kirchnerista, sabemos, tuvo una influencia ideológica destacada en el gobierno que cesó en el 2015.
Pero, más allá de este dato particular, lo cierto es que los familiares de los marinos desaparecidos saben de qué hablan cuando describen el deterioro de los bienes de la Fuerza a la que aquellos pertenecen, y nosotros los otros habitantes comunes también lo sabemos. Porque hemos visto durante veinte años por lo menos el deterioro progresivo de toda la infraestructura del país, y porque tenemos aún en la memoria las imágenes de las tragedias producidas como consecuencia de ese deterioro.
En febrero de 2012, un tren del Ferrocarril Sarmiento que transporta habitualmente a trabajadores y jóvenes estudiantes pobres se quedó sin frenos y fue a estrellarse contra el parapeto de la Estación Once, dejando un saldo de 52 muertos y decenas de inválidos. Atado con alambre, así estaba el tren que no frenó.
En diciembre de 2015 un ómnibus que trasladaba a un contingente de gendarmes sufrió el reventón de un neumático, destruyó el guardarraíl de un puente en Rosario de la Frontera y cayó al vacío causando la muerte de cuarenta y dos personas. Un ómnibus también atado con alambre, lo mismo que la Ruta 34 por donde transitaba.
Las rutas del país que por muchos años han sufrido la falta de mantenimiento adecuado han sido la tumba de miles de automovilistas que mordieron una banquina que parecía cortada a cuchillo, que se tragaron una curva mal señalizada o que rebotaron a 120 kilómetros por hora en un pozo invisible en medio de la calzada. Todo atado con alambre. Felizmente desde hace poco más de un año estamos viendo por fin numerosas obras viales según una planificación general, que esperamos no terminen como lo que vimos hasta ahora.
El sistema energético nacional colapsado por falta de inversiones –o por ineficiencia-, con transformadores eléctricos que explotan a la menor sobrecarga y dejan a una ciudad entera sin luz.
Una educación pública degradada, con la mitad de los jóvenes que terminan el secundario y no saben leer o no comprenden un texto, o no saben calcular. Con parches al sistema de enseñanza que no han conseguido remediar nada. Con dirigentes gremiales del sistema educativo que se oponen a cualquier mejora y quieren que todo quede como está hoy. La educación pública también atada con alambre.
Viviendas construidas por el Estado para los trabajadores más pobres, recién estrenadas y que se llueven o se rajan. Hospitales como los del norte salteño que, además de la falta de recursos materiales, carecen de médicos especialistas, por lo que los pacientes deben trasladarse a la ciudad Capital para consultar a un profesional y aliviar sus problemas de salud, con el gasto de dinero que ello implica tanto para la persona –cuando decide viajar por iniciativa propia- como para el presupuesto público cuando el traslado obedece a una “derivación” del sistema médico local. Parches por aquí y parches por allá.
Hoy que soplan nuevos vientos en esta vapuleada República, los argentinos esperamos que, de una buena vez, dejemos atrás el país improvisado y populista. Que los impuestos que pagamos tengan un destino transparente y eficiente, y no que terminen en los bolsillos de funcionarios ineficientes y corruptos. Que de una buena vez dejemos de atar todo con alambre y encaremos soluciones definitivas.