En lugares como nuestra Salta, existen basurales a cielo abierto que circundan los barrios y asentamientos donde habitan los menos favorecidos de nuestra sociedad.
Esos terrenos han sido estratégicamente asignados con esa finalidad cuidando que no afecten intereses inmobiliarios de otros sectores. La zona sur–este de la Ciudad se ha convertido así, en la menos valorizada de todas. La contaminación de las capas inferiores del suelo es irremediable, y en sus precarias plazas donde la pobreza se observa a simple vista, se respira un aire nauseabundo.
Sin embargo, por encima de este evidente panorama de exclusión y segregación, surgió la idea de que parte de una extensión de tierra lindante con los sectores más pudientes de la sociedad sea loteado y en el se construya una determinada cantidad de viviendas que ayuden a paliar aunque sea parcialmente el déficit habitacional de la población que vive entre basurales.
Planteado así, el proyecto debería generar simpatía en toda sociedad que se preste de humanista y solidaria, y contagiar alegría a los pudientes vecinos de ese predio, que con regocijo podrían advertir que habrá más personas que van a mejorar su calidad de vida. Pero la reacción es totalmente inversa al sentido de humanidad y solidaridad, y hasta se generan insensibles y grotescas cadenas informáticas que arengan a oponerse al proyecto bajo el argumento de que esa zona es un pulmón de la Ciudad, aunque exhiba una anchurosa avenida de múltiples carriles para una minoría privilegiada, en la que corren paralelamente complejos entramados de cañerías de gas natural que calientan las vistosas viviendas de los que habitan la Villa de San Lorenzo, mientras aquellos que viven en las cercanías de los basurales corren tras las camionetas que periódicamente distribuyen las llamadas garrafas sociales, denominación perversa que encubre la malvada ausencia del Estado que no se ha preocupado en asignar combustible de menor valor a los que menos tienen, como indicaría la lógica más elemental.
En la margen sur de esa ruta totalmente iluminada por donde habitualmente transitan lujosos vehículos de doble tracción con la pesada carga de niños regresando de coquetas escuelas, -la misma minoría privilegiada de la sociedad salteña antes mencionada- existen opulentas urbanizaciones llamadas clubes de campo, que con exhibición obscena de recursos han establecido un sitio cerrado desde hace años, ocupando terrenos que antes de esas –literalmente- innecesarias construcciones ostentaban las mismas hipotéticas condiciones pulmonares que ahora descubren en el sector del frente, y sin embargo nunca se escuchó siquiera un atisbo de queja de parte de los que ahora gritan al borde de la histeria que no se construya nada, al momento que las mismas se llevaron a cabo.
Esta situación que pareciera contradictoria no lo es en manera alguna. Muy por el contrario, el análisis más elemental del suceso pone al descubierto una coherencia en el actuar de una clase social, alejada de cualquier carencia, y contaminada irremediablemente de indiferencia extrema frente a las desigualdades sociales que duelen. O que deberían dolerle si tuvieran un mínimo de sentido de la equidad.
También se aprecia muy claramente la intolerancia y la mezquindad de esa élite económica salteña que se horroriza de sólo pensar que desde las mansiones de El Tipal, o desde los ostentosos chalets colgados de los cerros de Altos de San Lorenzo –donde tampoco se preocuparon por el medio ambiente cuando desmontaron para construirlos- podrían tener que soportar el contraste de ver una cadena de barrios populares. No señor, de ninguna manera, que cada uno ocupe su lugar pensará algún acólito integrante de esta minoría favorecida, que sirviéndose del Estado como herramienta de sumisión para el resto, se atreve a decidir cuál es el lugar de cada uno, según su escaso sentido de la ubicuidad, y su inconmensurable mezquindad.
Tanto es el desprecio que estos elitistas tienen del resto de la sociedad que sufre y anhela una vida un poco menos rigurosa, que uno de sus voceros, conocido letrado y poli funcionario rentado de todos los tiempos, llegó a afirmar con sobrada hipocresía que si se conservaba el preciado espacio verde como está ahora, hasta los mismos habitantes de Villa Mitre o Villa Lavalle serían también favorecidos por la pureza del aire que desde allí se irradia. Con una maldad superlativa, pujaba porque los de allá se queden allá, y no vengan acá, donde estamos nosotros ocupándonos por el aire de todos. Su mensaje era que se queden tranquilos, que para eso estaba él, en persona, para que con su accionar altruista y no permitiendo que se construya ninguna vivienda, los que carecen de vivienda seguramente vivirían mejor porque seguirían recibiendo el aire puro que emana de su querido pulmón. Y pensar que este sujeto ha sido ministro del trabajo y asesor de presidentes. Así nos va.
Cuando la cruda realidad golpea la puerta de todos nosotros y sin obstáculo alguno podemos advertir que la inequidad y la pobreza marginal reina en gran parte de la comunidad en la que vivimos, las opciones son solamente dos. Emprendemos el cambio radical de la situación, o seguimos disimulando, hablando de inclusión, de esperar el efecto derrame o de alguna estupidez parecida. La inequidad sólo se suple con equidad, sentido de solidaridad, humanismo, y amor verdadero por quien tengo al lado y sufre todos los mismos días en los que yo estoy salvado. El frío, el hambre, vivir en un rancho, no tener gas, y percibir a diario el fétido olor de los basurales son facetas de una vida mala que para terminarla hay que cambiar las reglas del juego, en el que los elitistas lenguaraces tienen los naipes marcados. Hay que barajar y dar de nuevo. Y para mezclar las cartas no hay que esperar que nos las entreguen. Más temprano que tarde habrá que asumir que la única forma es quitárselas.
Desigualdades que duelen
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