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El Cuchi Leguizamón, un músico genial de la Argentina profunda

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Leguizamón fue a la proyección del folklore, lo que Astor Piazzolla para la evolución del tango: el eslabón imprescindible. A diez años de su muerte, el compositor de La Pomeña, Balderrama y Maturana empieza a estar en el lugar de reconocimiento que se merece.

En mayo de 1976, por consejo de una consultora que había contratado para intentar mejorar su imagen ante la sociedad, la dictadura militar organizó una serie reducida de reuniones con figuras de la cultura nacional. La idea era que personalidades relevantes concurrieran a la Casa Rosada, conversaran con Jorge Rafael Videla, se sacaran una foto con él, que luego publicarían los diarios, e hicieran declaraciones favorables a aquel gobierno sangriento.

La más famosa de esas reuniones consistió en un encuentro de dos horas, que incluyó un almuerzo con Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio Esteban Ratti (presidente de la Sociedad Argentina de Escritores) y el sacerdote escritor Leonardo Castellani. “Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia –dijo Borges al hablar luego con los periodistas– y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno.”

Videla estaba entusiasmado, mientras ofrecía whisky, jerez y jugo de frutas. “El desarrollo de la cultura es fundamental para el desarrollo de una nación”, dijo varias veces durante el encuentro.

Sábato, que se sentía honrado por la invitación general, sintetizó su opinión con una frase de maestro ciruela: Videla le había causado, “una excelente impresión”.

Mientras los periodistas grababan y anotaban, agregó: “Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”.

Castellani, en cambio, contó que durante el encuentro le había pedido al dictador información sobre el destino de Haroldo Conti, que había sido secuestrado dos semanas antes de aquel 19 de mayo.

En Salta, Gustavo Cuchi Leguizamón y Manuel J. Castilla se quedaron atónitos cuando recibieron la misma invitación que Sábato y Borges. Al contrario de Los Chalchaleros, que se sintieron “orgullosos” por el sólo hecho de que los propagandistas de Videla los considerasen representativos de la cultura nacional, los autores de buena parte de las mejores zambas del repertorio musical argentino se dieron cuenta de que tenían mucho que perder y nada que ganar si caían en la trampa de posar junto a una figura que la historia, y no los medios de comunicación de la época, juzgaría como un asesino serial.

Y resolvieron la cuestión con un sello irónico: contestaron que les sería imposible estar presentes en la reunión programada en la Casa Rosada… porque tenían programada una actuación ¡en Japón!

Era evidente, para cualquiera, que aquella era una forma bastante clara de decirle no a Videla, en una época en que eso podía costarle la vida a cualquiera, sobre todo si se tiene en cuenta que ninguno de los dos, por ejemplo, tenía pasaporte, y eso los militares lo podían averiguar en un periquete, o que jamás viajaron juntos a Japón. Ni entonces, ni después.

El pianista Leguizamón, era un anarquista existencial, que renunciaría a la abogacía después de treinta años de ejercerla, cansado de la ausencia de justicia.

Y el poeta Castilla se había formado en el marxismo más o menos tradicional.

Juntos, se sabe, eran dinamita musical.

Escribieron, entre otras maravillas, La arenosa, Maturana, Zamba de Lozano, Balderrama, La pomeña, Cantora de Yala y la Zamba de Juan Panadero.

Además, trabajando junto a otros autores notables, el Cuchi, que también musicalizó versos de Pablo Neruda e incluso Borges, firmó piezas del nivel de Zamba de Anta (con César Perdiguero), Si llega a ser tucumana (junto a Miguel Angel Perez), Zamba del laurel (con Armando Tejada Gómez) y Zamba de los mineros (junto Jaime Dávalos).

Autor de música y letra de varios temas extraordinarios como la Chacarera del expediente, Me voy quedando o Serenata del 900, en total registró en Sadaic 82 temas, de cuyos derechos jamás pudo vivir, lo que lo obligó a “trabajar de músico” hasta que las fuerzas no le dieron para más.

El Cuchi fue una figura extraordinaria de la música argentina del siglo XX.

Pero la Argentina no fue un país muy justo con él, acaso por lo indomable e irreverente de su carácter, que lo llevaba a pensar que sería el tiempo el que tendría todas las respuestas. En eso no se equivocaba, si se tiene en cuenta que a diez años de su muerte existe hoy un claro renacer de su figura, aunque sea imposible ubicar su obra discográfica –que es virtualmente inexistente– ya que lo suyo nunca resultaba del todo convincente para esos señores que dicen que saben de música y suelen ser gerentes artísticos de empresas dedicadas al negocio.

Sin embargo, repartida en discos de Mercedes Sosa, el Dúo Salteño, Liliana Herrero, Chango Farías Gómez, Jorge Cafrune y docenas de solistas y grupos de los últimos cuarenta años, esa obra forma un corpus que lo coloca en el máximo nivel posible de los compositores argentinos.

El pianistas Guillermo Klein acaba de realizar un tributo notorio a su figura con la publicación del disco Domador de huellas, que lee esa obra desde los lenguajes del jazz, y algo similar se percibe en las cuatro versiones de temas suyos que incluye el arriesgado y oscuro trabajo Cinemateca finlandesa, que publicaron el mes pasado el pianista Adrián Iaies y la cantante Roxana Ahmed.

Otra parte de su obra late en grabaciones caseras, en recuerdo de recitales inolvidables, en que hablaba con una gracia intransferible y en sus legendarias epopeyas personales, como los conciertos de campanas o de locomotoras en que se empeñó, seguro de que había en ellas una musicalidad por ensamblar.

La anécdota es conocida, pero siempre hermosa. Cuchi decidió ser sólo músico y ya no más abogado penalista gracias a un chico cuyo nombre nunca supo.

La escena lo planta caminando por una calle de Salta, un día que en que estaba abrumado por su mal trabajo de abogado, harto de “vivir de la discordia humana”. Por esa calle pasó entonces un chango, y el chango silbaba una melodía suya, la de la Zamba del pañuelo. El Cuchi le preguntó si conocía al autor de esa canción y el muchacho contestó que no. Y entonces… ¿por qué la silba?, se interesó. “No sé… porque es hermosa”, recibió como respuesta.

En su Destino del canto, Atahualpa Yupanqui había postulado la idea de que convertirse en anónimo es el triunfo definitivo de un artista.

Cuando sintió que eso pasaba, el Cuchi, lejos de conformarse, continuó con sus apuestas estéticas, esas ganas de meterle la música del mundo que escuchaba en su casa –Stravinsky, Bossa Nova, Duke Ellington, Ravel, Beethoven, Chico Buarque, el Mono Villegas, Schömberg– a la tradición salteña, de la que se sentía parte, inexorablemente.

Cuando logró reunir al Dúo Salteño para que sus juegos de disonancias posibles tuvieran intérpretes preparados para defenderlas a capa y espada sintió que había tocado el cielo con las manos.

El mundo del folklore pintoresquista demoró en acostumbrarse, lo mismo que los críticos sordos, que abundan.

Para los músicos de las generaciones siguientes en cambio, su música sonó siempre como un flash: León Gieco, Luis Alberto Spinetta, Fito Paez, Charly García y Litto Nebbia, entre otros, fueron sus fans declarados.

Leguizamón fue a la proyección del folklore hacia el infinito, lo que Astor Piazzolla para la evolución del tango: el eslabón imprescindible, pero también el músico irrepetible.

Tuvo, además, el valor de decir que no cuando las papas ardían.

– Por Carlos Polimeni – Miradas al Sur – 10/10/2010

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