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Cuba fue el último país latinoamericano que se independizó del colonialismo español, pero el primero que se liberó del neocolonialismo norteamericano hace 50 años.

– Miguel Bonasso – 04.01.2009 – Crítica digital

Cuba fue el último país latinoamericano que se independizó del colonialismo español, pero el primero que se liberó del neocolonialismo norteamericano. Una singularidad histórica que muchos “observadores” no tienen en cuenta al trazar el balance de cincuenta años de revolución. Si en alguna latitud del tiempo y del espacio se encarnó la metáfora de David y Goliat, fue en esa isla de 110 mil kilómetros cuadrados situada a 80 millas náuticas del imperio más poderoso de la historia.

Es deshonesta y parcial cualquier evaluación de lo que han significado, para Cuba y para el mundo, estos 50 años de gesta revolucionaria, sin tomar en cuenta esas circunstancias históricas y geográficas. En los años oscuros del pretendido “fin de la historia” no pocos intelectuales de izquierda, moralmente derrotados por la implosión de la Unión Soviética y el fracaso del llamado “socialismo real” en el este europeo, se cebaron en los errores, las desviaciones y aun los fracasos del modelo, para justificar su rendición ante el discurso único reinante: aquel Consenso de Washington que tenía como pilares la economía de mercado y la democracia “a la americana”, que es la forma posmoderna de la “pax romana”. Algunos consideraron que lo “maduro y realista” era poner el acento en la crítica de los aspectos más cuestionables. Otros –el paradigma sería el mexicano Jorge Castañeda– optaron lisa y llanamente por pasarse de bando. Por suerte, hubo quienes, desdeñando el riesgo mediático de ser calificados como anticuados, cuadrados, sectarios, serviles o francamente “totalitarios”, optamos siempre por asumir y defender a Cuba y su Revolución, conscientes de que al hacerlo no sólo rescatábamos la formidable lucha del pueblo antillano por su dignidad nacional, sino también nuestra propia dignidad como latinoamericanos.

La simple supervivencia de la Revolución Cubana nos da la razón. Esa supervivencia, que superó invasiones, bloqueos, amenazas nucleares, sabotaje a la producción, terrorismo contra aviones civiles, hoteles y embajadas, atentados contra Fidel, el desplome del bloque soviético, el hambre del Período Especial, los desastres naturales y la perfidia o la cobardía de no pocos jefes de Estado, no es un fenómeno meteorológico, una curiosidad histórica o el producto –como dicen los macartistas– de una tiranía impuesta a sangre y fuego contra la presunta voluntad de las mayorías. Es el resultado lógico de una combinación única entre un líder excepcional como Fidel Castro, tres generaciones de cuadros revolucionarios comprometidos hasta el tuétano con los valores morales de la lucha y un pueblo altivo, a la vez sufrido y alegre, profundamente solidario con todos los pueblos del mundo, que se negó siempre a cambiar su identidad por un plato de lentejas.

Ni La Habana ni los otros centros urbanos de Cuba vieron jamás carros hidrantes, policías con escudos y garrotes y ese paisaje brumoso y aterrador de los gases lacrimógenos, que se reitera hasta la náusea en tantas latitudes de la Tierra. Cuando en La Habana Vieja se produjo una ruidosa protesta, el viejo Comandante llegó en su “yipi”, con la custodia inteligentemente desarmada por él mismo y se bajó para discutir mano a mano con los manifestantes. Que no eran ciertamente, esas millonarias multitudes, que yo he visto desfilar en el Malecón habanero, cada vez que desde la Oficina de Intereses de Estados Unidos se lanzaban escandalosas provocaciones contra la soberanía cubana. Quisiera saber cuántos jefes de Estado estarían en condiciones de hacer otro tanto.

Cuba no es ciertamente la Arcadia, ni el Paraíso. Existen desigualdades, sueldos y jubilaciones bajos, escaseces producto del bloqueo de Estados Unidos y carencias producto de errores, eventuales inmoralidades y conductas burocráticas, una juventud que da por hecho el piso básico conquistado por la revolución en materia de salud y educación y exige un consumo mayor y más sofisticado, hay jineteras y lúmpenes, pero no hay chicos de la calle, ni prostitución infantil, ni mendicidad organizada. Hay problemas de vivienda, pero las ciudades no están percudidas como las nuestras por los miserables de Víctor Hugo, que duermen en los portales o bajo los puentes, cartoneros que habitan sucuchos de cartón a la puerta de los edificios públicos. Todos saben leer y leen. Es el país con más estudiantes universitarios de América y probablemente del mundo, en relación con el total de la población. Sus médicos, sus enfermeras, viajan a cualquier rincón de la Tierra, como ocurrió en el terremoto de Pakistán, para mitigar el dolor humano ante tantas tragedias históricas y naturales. Sus oftalmólogos han operado a millones de latinoamericanos de cataratas y pterigium en la “Operación Milagro”. Sus alfabetizadores han contribuido decisivamente a desterrar el analfabetismo en Venezuela y Bolivia.

No es una sociedad angélica, ciertamente. Eso no existe sobre la faz de la Tierra. Es una sociedad humana. Contradictoria, quejosa como todas, con muchas asignaturas pendientes como las irritantes desigualdades entre nativos y extranjeros, pero con una convicción profundamente arraigada en la inmensa mayoría de la población: no quieren regresar al pasado neocolonial. La inmensa mayoría de los cubanos, de todas las generaciones, están dispuestos a defender la Isla al precio de su vida. Por algo será.

Es obvio que en este tema no pretendo ser “objetivo” al estilo de los “observadores”: amo a Cuba, he vivido en Cuba, fui beneficiario –en una tragedia personal– de esa solidaridad sin retaceos que brindan los cubanos, he disfrutado de muchas horas de conversación con que me honró Fidel y otros cuadros de la Revolución, como Raúl Castro, Felipe Pérez Roque, Abel Prieto, Ricardo Alarcón y tantos otros. Siento y lo digo con todas las letras, que es la sociedad más humanista de las muchas que he conocido. Siento y lo digo, que si hoy vemos tantos presidentes latinoamericanos comprometidos con la integración de América Latina, el gratificante fenómeno se debe en gran medida a la existencia y la acción tenaz de Cuba y su liderazgo. Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega, son hijos dilectos y directos de la Revolución Cubana.

Dos intelectuales españoles lo afirmaron certeramente en un libro reciente: los líderes de la Revolución, Fidel, el Che, Raúl, Celia, Camilo, coinciden con los grandes patriotas latinoamericanos del siglo XIX en reivindicar el principio básico de los pensadores de la Ilustración: la obsesión por educar al soberano, la convicción raigal de que un pueblo ignorante jamás podrá ser un pueblo libre.

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