Los resultados de esa gran representación contemporánea están hoy a la vista: la más formidable crisis civilizatoria, la exclusión del sujeto humano, la desculturación, la caída de la ley simbólica, la pérdida del empleo, la debacle económica de Europa y los Estados Unidos, la caída de un sentido en la travesía humana.
Sabido es que el neoliberalismo edifica, sobre el derrumbe del proyecto civilizatorio y la aniquilación del sujeto moderno, a un individuo autista y acrítico, ensimismado en el goce de los objetos de consumo e indiferente a toda dimensión política para la existencia humana, a la vez que lo sitúa, a partir de una creciente desinserción de lo simbólico, como un resto, un desecho devenido a nivel de mera mercancía. El discurso capitalista, en su articulación con el discurso de la ciencia, tiende a anular toda pérdida en su estructura circular y ocasiona, a partir de esa operación, la exclusión social, la idea de un mundo para unos pocos.
Con perplejidad pudimos ver durante algunas décadas en la Argentina, principalmente en el período menemista y los primeros años del 2000 (aunque de algún modo todavía hoy se prosigue), la más paradigmática puesta en escena de la cosmovisión neoliberal. Ejemplares del mejor porte de la ideología de mercado, ideales del Yo de cuanto aspirante a yuppie habitara el rebaño, promotores de un goce amasado con las harinas de un discurso que prometía la segura asunción imaginaria a líder de perfil primermundista, representaron al pie de la letra el libreto. Entre otras cosas decían: “yo trabajo, no opino”, como si decir eso no fuera ya una opinión, que revela en este caso una descalificación de la razón y el pensamiento, es decir una devaluación del sujeto propiamente humano, en función de un sometimiento irrestricto a un mandato capitalista de “productividad” y “eficiencia”. Lo que antes era explotación y alienación, pasaba a llamarse ahora: “alta perfomance de trabajo”, “ponerse la camiseta de la empresa”, “obsesión por el rendimiento”, “capacidad gerencial”, “perfil de líder”, “orientación a objetivos”, etc. El neoliberalismo les hizo creer a los aspirantes a yuppies que “el principal capital que tiene la empresa moderna es la calidad de su gente”. Proliferaron entonces como un reguero de ideología las teorías del “derrrame”, de la necesidad de “achicar el Estado”, de “dejar todas las cosas en manos de las empresas”, de “permitir que el mercado regule y ordene la vida de todos”. Se multiplicaron las Universidades privadas a granel, los institutos terciarios, las ofertas fáciles de postgrados, los cursos, las tecnicaturas de todo tipo, las licenciaturas en un amplio menú de carreras de destinadas a instalar y reforzar una estrecha visión de la existencia reducida a los preceptos neoliberales y a promover los intereses de los grandes grupos de la economía concentrada. Carreras como “Marketing”, “Comercialización”, “Recursos Humanos”, “gestión empresarial”, “Comercio exterior”, etc. se sumaron a las ya tradicionales “Ciencias económicas” y “Administración de empresas”, etc. y brindaron el aval y la legitimidad técnica para que el discurso amo de la época se expandiera a sus anchas. La educación primaria y secundaria también fue modificada en función de las exigencias y requerimientos de ese nuevo orden mundial que exigía el descerebramiento del género humano, la degradación del sujeto, la aniquilación de su reflexión crítica. Pero algo anduvo mal y la puesta en escena hizo agua por todos los costados. Los resultados de esa gran representación contemporánea están hoy a la vista: la más formidable crisis civilizatoria, la exclusión del sujeto humano, la desculturación, la caída de la ley simbólica, la pérdida del empleo, la debacle económica de Europa y los Estados Unidos, la caída de un sentido en la travesía humana.
Ese proclamado “tecnicismo objetivista”, la pretendida “seriedad cientificista”, los frecuentes epítetos de “brillante”, “portador de conocimiento”, etc. con los que los yuppies de la debilidad contemporánea se presentaban, intentaba encubrir o disimular la falta de luces, la ausencia de análisis críticos sobre la realidad, la indiferencia respecto de la subjetividad y de los procesos históricos y sociales.
Es que la ideología neoliberal pretendía, con las cartas de presentación de la “objetividad” y la “técnica”, presentarse bajo los atuendos de una falta de ideología. En realidad esto constituyó el más efectivo ardid para desplegar una visión del mundo limitada a la especulación financiera y a los negociados de los grupos económicos, a la vez que intenta desacreditar la política y la participación del Estado en el manejo de la cosa pública.
Pero los conflictos van mucho más allá de las acciones legalistas-desestabilizadoras y de la fiebre constitucionalista contraída repentinamente por los opositores a las políticas estatistas o populares. Aquellos mismos que piden mayor democracia y respeto a las instituciones, son quienes más atentan contra las instituciones. Aquellos que más se llenan la boca con la palabra democracia, son generalmente quienes más contribuyen, en nombre de esa misma democracia, a implementar la tiranía del mercado, el poder absolutista de los bancos y las corporaciones, los negociados monopólicos, etc. Lo que hoy en todo caso está en el centro del debate es si a la economía de los países la manejarán directamente la especulación financiera y los grupos corporativos, capaces de multiplicar sus ganancias y desestabilizar gobiernos cuando éstos no se limitan a ser meros gerentes propiciadores de la rapiña, o si a la economía la manejará la política de Estado en función del interés general de los habitantes y de la recuperación de un estatuto de sujeto pensante para el ser humano.