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lunes, noviembre 25, 2024

«Me hubiera convenido nacer perro»

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Para usar una metáfora que se amolda bien al presente caso, diré que no hay que poner el carro delante de los caballos, sino atacar primero los orígenes de la mala situación de los que, ténganlo por seguro, no disfrutan en absoluto esa precariedad laboral.

En mi temprana adolescencia tuve la oportunidad de vivir una experiencia triste y enriquecedora a la vez, que nunca más pude olvidar, y que a la luz de los acontecimientos de hoy, vuelve nítida a mi memoria.

Habíamos concurrido con mi familia a un bar de la Ciudad de Córdoba –vivíamos en el campo entonces- y entre las mesas del lugar un hombre en situación de calle (por entonces los llamábamos linyeras), pedía limosna.

Estiraba su mano con respeto y ademán muy claro, y sólo recibía indiferencia o airosas negativas de los ocupantes de las distintas mesas, inclusive la de una señora acompañada de un perrito caniche, que sentado a la mesa como un comensal mas, compartía bocaditos con su dueña.

El anónimo marginal se quedó parado mirándonos con profundos ojos claros, y acomodando la raída solapa de un saco mugriento y escaso, nos dijo con una sonrisa: “Me hubiera convenido nacer perro”.

Aunque la frase pueda parecer sólo una ironía, personalmente me marcó para siempre, y la imagen más nítida de la crueldad de la exclusión social, nunca más me abandonaría.

En la actualidad apreciamos que –como Borges nos enseñara- nuestro mundo está hecho de una serie limitada de escenas que se repiten, y sólo cambian las circunstancias de lugar y los actores.

Enseñoreados en la defensa irrestricta de los derechos de los animales, existe una perversa tendencia a seguir invisibilizando a los que, con menos suerte que los demás, utilizan caballos como forma de obtener escasamente una supervivencia.

Y de pronto se alzan a coro voces que, bajo la invocación de evitar el maltrato animal –sobre lo que no hay la menor duda que siempre hay que evitar- proponen como solución general prohibir el uso de equinos a todos, y hasta se vanaglorian de una ordenanza que así pretende imponerlo.

Para no andar con vueltas y repitiendo hasta el cansancio que una vez una yegua parió un potrillo en medio de la calle tirando un carro; o que otro ejemplar se habría infartado por el sobrepeso, proponen sin rubor que lisa y llanamente nadie más use caballos.

Y desde la soberbia comodidad de tener arregladas sus economías, se creen con el derecho a decidir sin más, cómo, cuándo, porqué medios y en qué medida los excluidos que ellos mismos ignoran a diario, deberán organizarse en el futuro, para que los animales dejen de sufrir.

Alguna vez –pienso- deberían tomarse el trabajo de mirar un poco más arriba de los equinos, y podrán ver niños, y adolescentes y hombres y mujeres de mirada perdida, con pocas o nulas posibilidades de pensar como ellos, en tanto sólo tienen tiempo para sobrevivir.

En otras ciudades de nuestro país, ya se han puesto en vigencia ordenanzas de prohibición de la denominada tracción a sangre, pero con la curiosidad de que sí se permite que sean los antiguos dueños de los carros, los que ahora empujen los armatostes con ruedas que les han entregado en sustitución.

De esta manera los defensores de los animales han quedado totalmente conformes de que no haya más equinos tirando de los carros, y han pasado a la categoría de hombres y mujeres invisibles a los que empujan los sustitutos, cuya situación ya no les incumbe claro.

Satisfechos de su labor en defensa de la animalidad, han puesto por debajo la humanidad de los que siguen siendo excluidos, y sobre los cuales los airosos defensores de relinchos no se ocupan ni se ocuparán nunca.

Claramente la cuestión es una perversión más de la crueldad de una sociedad enferma de desigualdad grosera de clases, porque el ensañamiento con los carreros tiene el escaso límite de ese género, no así de los demás.

Nadie parece advertir la existencia de páginas y páginas de internet que ofrecen a los turistas extranjeros costosas travesías por los cerros de la pintoresca San Lorenzo usando caballos; o las elitistas cacerías del zorro que año a año organizan los defensores acérrimos de Loma Balcón, siempre listos para evitar cualquier intento de urbanización.

Tampoco se advierte que en la paqueta cancha del Salta Polo Club, se lesionan o mueren equinos por agotamiento, y se maltrata a los mismos para la preparación competitiva y los traslados.

La discusión de los denominados carreros entonces, señores y señoras defensores de los derechos del animal, encierra una problemática mucho más profunda y cruel, que la mera satisfacción de la tranquilidad espiritual de defensa de las bestias.

Un plan de erradicación de ese sistema de sustento en la pobreza, no debe limitarse a evitar las consecuencias visibles de la desigualdad, sino la desigualdad misma.

Para usar una metáfora que se amolda bien al presente caso, diré que no hay que poner el carro delante de los caballos, sino atacar primero los orígenes de la mala situación de los que, ténganlo por seguro, no disfrutan en absoluto esa precariedad laboral.

Nadie goza de tener que viajar en la incertidumbre diaria de encontrar material para reciclaje, o tener la fortuna de poder vender sal o mandarinas para poder comer, bajo el inclemente sol de la siesta salteña en el verano, o bajo la lluvia y el frío de madrugadas en el invierno.

Antes del facilismo de prohibir, propongo que con la responsabilidad estatal hasta hoy ausente, se ponga en marcha el verdadero plan de sustitución de ese sistema de supervivencia precario, y siempre respetando las libertades individuales (¿o por ser pobres se lo vamos a imponer sí o sí?).

Hago esta aclaración de manera expresa e intencional, para poder respetar a los demás en igualdad –cualquiera sea su posición social- y para que no tengamos el atrevimiento de, además de haber colocado por nuestra acción u omisión a ese colectivo en la exclusión social, encima tengamos la irreverente soberbia de pretender decirles cómo tienen que vivir.

Luego vendrá el proceso educativo, la reconversión laboral, la capacitación, un plan integral de contención, y entonces –sólo entonces- se podrá dictar la ordenanza de reordenamiento, sin esconder la pobreza y sin alterar las elementales prioridades.

Tal vez con un plan así, nuestros hermanos excluidos por la perversidad del sistema, no lleguen a pensar como el anciano de la historia de mi adolescencia, y terminen concluyendo en que les hubiera convenido nacer caballos.

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