Tengo el privilegio de ser el primer anoticiado del acontecimiento.
Casarse es una actitud valiente cuando se es joven, pero hacerlo pasados las seis décadas, ya es un desafío mayor (casi una locura), toda vez que estamos frente a un anacoreta por propia elección. ¿Lo sabrá su futura consorte? O la amistad amerita el saludable silencio del “en esto no te metas, Juan”, no te incumbe y son decisiones, absolutamente reservadas a los laudos personales, te diría individuales. El abrazo efusivo fue suficiente respuesta como para darle a entender, al caro Román, que festejaba su medida y estaba con él en todas (incluso en ésta).
Un experto en relaciones nos expone las 5 reglas de oro para evaluar exitosamente a nuestros prospectos de vida. Cuando se trata de tomar la decisión sobre escoger a tu compañera de vida nadie quiere cometer un error. Es imprescindible hacerse 5 preguntas. A saber:
– 1. ¿Hay un propósito para vivir juntos?
– 2. ¿Me siento a gusto y tranquilo al expresar y compartir mis sentimientos con esta persona? Esta pregunta va al fondo de la calidad de su relación
– 3. ¿Es una persona sensible? O sea, me va a aguantar mis “defectos”
– 4. ¿Cómo trata al resto de la gente? O sea, sus niveles de tolerancia social.
– 5. ¿Tendremos aspectos personales para cambiar? O sea, funcionará la convivencia.
Todo esto, en realidad, me daba vueltas en la sabeca, pero bajo ningún concepto lo iba a hacer explícito, porque cada uno sabe para dónde patea y cuáles son sus necesidades.
Román es un amigazo y para desembuchar toda la excitación contenida, se jugó con un café, que por los precios actuales (mejor dicho abusos del momento), no es poca cosa. Como chico con su maestra, no puse objeciones y nos encaminamos al sector de la cafetería. Yo ya llevaba, en la punta de la lengua, la primera interpelación. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En qué circunstancias, nació este feroz enamoramiento? Ya no podía ponerle freno a mi curiosidad y, aún de píe, se las largue de una. Román, como esperando el interrogatorio y siendo un interlocutor de lujo, al mismo tiempo que con extremada parsimonia, me invitó a sentarme, dándose un respiro de lo que se venía.
Comenzó su pausada contestación:”La historia se remonta a mi tierna infancia, concretamente a mi época del guardapolvo blanco, en que mi compañerita de banco me ayudaba, solícitamente, con las tareas del aula”. Recordé que en la Escuela nos sentaban de una y uno, y siempre las compañeritas eran más aplicadas que los niños. “Crecimos, cada uno tomó su ruta, pero esos recuerdos son imborrables, inalterables, quedan impregnando la memoria emocional y la vida se encarga de reavivarlos.” “Convengamos que hoy, la nueva tecnología, empuja a búsquedas pasadas y que mejor que el Facebook, para encontrar personas perdidas. Así que me puse a investigar sobre mis antiguas compañeras de la Escuela y ahí apareció María Hortensia”.
Mi futura cónyuge estaba “imperdible” y no dudé en hacerle un llegue, aunque inicialmente fuera por Internet. Íbamos bien porque resistió a la primera declaración vía Internet. El inconveniente es que la pretendiente vivía en Bs.As., pero esto no era un reparo y a la semana siguiente, preparé mis bártulos para el desembarco en la Capital y concertar el reencuentro. Fue reencuentro a primera vista y en el primer café ya estábamos tomados de la manito y jurándonos que la muerte nos separe. Me dije, si esto no es amor, el amor dónde está, justificando una vez más, que el mismo surge entre conocidos; o sea los de la misma cuadra, de la misma escuela (colegio/universidad/trabajo, etc.).
Para relato amoroso estaba suficiente. Me contestó, con amplitud: Dónde/Cuándo/ Cómo y Por qué. No había necesidad de fondear otras razones más profundas, pero la charla del café seguía interesante y ninguno de los dos aflojaba las riendas, toda vez que Román es un escritor consumado y quedaban preguntas pendientes de carácter literario. Tenía en sus manos mi (modesto) libro La novela del Ajedrez, contenido que varias veces nos vio entreverados en tardes de trebejos y no iba a perder la oportunidad de escuchar su clara inteligencia sobre el tema, de manera que no me hice rogar, tampoco él. Siguió una fluida conversación sobre los secretos de la escritura y su cocina doméstica; algo así como por qué y para quién se escribe, quedando al final el consentimiento de que se escribe para sobrevivir y para darle un sentido a nuestra afiebradas fantasías de vida.
Quizá tenga razón que el escribir nos hace sentir más importantes de lo que somos, dándole la razón al chocante de Daniel, cuando me interpeló en el Club para refregarme que mis motivos de escribir eran netamente narcisistas…y Yo adelgacé, tratando de justificar que se escribe para encontrar razones de vida y hacer mas liviana esta carga de existir. Con qué respuesta nos quedamos y a quién le damos la razón, si es que la tiene.