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sábado, noviembre 23, 2024

Tres motivos por los cuales es mejor estar conviviendo

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Hay tres cosas que a mi prima Clara siempre le hacían pensar que tal vez la vida sí o sí, estaba hecha para ser llevada en convivencia con, al menos, otro ser humano.

Una, era ponerse protector solar en la espalda, si se trataba de aquellos gloriosos veranos en los que podía disfrutar de alguna de las playas donde la llevaba su trabajo de representante oficial de una reconocida marca de edulcorante. La otra, era abrocharse las pulseritas con ganchitos, que cada vez compraba menos, justamente por vivir sola. La tercera cosa, era subirse el cierre del vestido que, dependiendo de algún kilo demás o lo complicado del modelo, la llevaba a ejercitar todo tipo de torsiones, hasta concretar la tarea.

Pero Clara sabía que, más allá de la comodidad cotidiana que representaba el hecho de contar con otra persona en su casa -deseaba que fuese un hombre-, ni siquiera debía ejecutar la mecánica correspondiente a cada una de esas tres tareas todos los días del año. Lo verdaderamente hermoso de todo eso era la caricia de la persona amada al aplicarle el bronceador. Disfrutar cómo unas manos varoniles, más torpes en cuestiones delicadas tales como hacer coincidir el ganchito de una pulsera con su otra extremidad, se esmeraban en la tarea, porque eran las manos del hombre amado.

Y en el caso del cierre del vestido, tal vez el tema de las caricias era lo que más le dolía. Porque sabía que, en compañía, ese cierre sólo cumplía una tarea funcional y, sin embargo, podía convertirse en la excusa perfecta para el erotismo cuando, al volver a su casa, necesitara que fuese abierto. O quizá, si había tiempo, antes de partir, en un arrebato, ocurriera que fuese dejado abierto para luego descubrir los hombros, iniciando un apasionado encuentro.

Pero mi prima, para ese entonces, estaba sola y disfrutaba de las ventajas que, ella consideraba, tenía su situación. Para empezar, pese a que adoraba dormir abrazada a una rotunda presencia masculina, se cuestionaba en un modo severo si, una vez encontrado aquel compañero, realmente sería conveniente, planteando una relación sin final, acabar toda la vida durmiendo en una cama de dos plazas o, si mejor fuera que cada uno conservara su cuarto, para visitarse cuando ambos desearan coincidir.

No quería saber nada de las incómodas situaciones que escuchaba narrar a sus tres tías, todas con más de treinta años de matrimonio –treinta y dos, tía Julia, treinta y cuatro tía Mari y treinta y nueve para cuarenta, tía Blanca- acerca de mantas que servían para abrigar a uno de los dos miembros del perdurable emprendimiento, mientras que al otro integrante, acababan sofocándolo. O, también, de esas vueltas de un lado a otro que el más movedizo de la sociedad binaria daba en mitad del sueño, con toda brusquedad, arrastrando para sí mismo manta, mantón, cubrecama, sábana, dejándolo al otro desprovisto de todo cobijo y además, despierto de un sobresalto.

Así que Clara tenía realmente siempre serias dudas sobre qué cosas quería compartir y cuáles no, en el caso de que en verdad fuera a encontrarse con “el hombre”. Se lo imaginaba hábil para todo aquello que ella no lo era: cambiar la rueda de un auto aunque, como no tenía auto -lo cual le había ocasionado serias discusiones con su jefe, un hombre mayor que la tenía como a una hija en la empresa, quien no toleraba que ella no sobrepasase su propia buena marca de clientes por ese hecho y así poder ascenderla a gerente de producto-, tampoco había tenido que intentarlo alguna vez.

Hábil veía a aquel hombre, en verdad invisible en su entorno, fabricando con sus propias manos un mueble de madera o, haciendo exitosamente una conexión de cables para abrir una nueva toma en algún ambiente y, por supuesto, luego de haber convivido con el argentino que además de no hacer asado era abstemio, definitivamente Clara anhelaba para su vida un hombre que supiera encender el fuego para el fogón de algún campamento, o para algún modelo de parrilla.

Con toda alegría, ese ser que ya debía haber nacido, año más, año menos, al igual que ella en los años sesenta, cuyo aura no alcanzaba a vislumbrar o al menos imaginar con claridad, le alcanzaría, en tanto el fuego diese lo mejor de sí en el caso del campamento o, mientras esperaban el punto justo de la carne, en el caso del asado, su vaso de vino con mucho brillo en los ojos, rebosando las ansias de compartir momentos, que sólo da el amor.

Claro que todas esas habilidades o flashes de instantes idílicos -¿o estaban empezando a ser utópicos?-, eran sólo elementos aislados. No podían ser, de ninguna manera, indicadores por sí mismos de las cualidades más profundas y duraderas que debía tener aquel personaje para llegar a combinar justo con ella. Sí, seguramente: eran imágenes sueltas que tenía, impulsos de las neuronas de la imaginación. ¿Eran distintas éstas a las que participaban en promocionar sus deseos y proyectos? Su cerebro, de todos modos, le proporcionaba algunos cuadros que en verdad su corazón buscaba en la realidad.

Entonces, Clara volvía a pensar en esas tres cosas por las cuales debía justificarse sí o sí estar conviviendo y se animaba a tratar de hacer un gol desde la mitad de una soñada cancha de fútbol, tratando de convencerse de que, si era sólo y fundamentalmente por esas tres cosas, no podía ser tan difícil. Y olvidaba el hombre añorado, cambiando la rueda del auto, abriendo una nueva toma –le hacía falta; en un rincón de su cuarto para dejar cargando el celular, apagado y lejos de la mesa de luz para no tentarse, obsesionada por hacer algún llamado cuando ya debía dormirse-, haciendo el mueble de madera, encendiendo el fuego y alcanzándole, con brillo en los ojos, el vaso de vino. Lo olvidaba y comenzaba a .posicionarse en que era friolenta y, que tal vez fuera a ser la víctima de alguien movedizo, que la dejase sin manta en la mitad de su sueño cada noche de invierno, recordaba ronquidos alguna vez oídos al lado suyo y entonces, optaba por los cuartos separados.

– Foto: Pieza de arte, Museo de Arte Moderno La Casa de Japón, San Isidro, Pcia de Bs As.

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