“Es natural entonces que aquellos que hubieran mirado a un menesteroso tengan un atendible temor a que este acontecimiento se vuelva una experiencia diaria”, ironiza Tato Pavlovsky. Grito. ¿Qué fue eso? Un soplido laríngeo de los menesterosos.
– Por Eduardo “Tato” Pavlovsky
Grito fuerte. ¿Qué fue eso? Un grito. Grito fuerte. Soplido laríngeo. ¿Qué fue eso? Un grito. Grito. De dónde partió. De las familias ahogadas en las tinieblas que pululan por envainar la espada que dejó alguien los vengará para siempre de tanta humillación vejaciones y tormentos. Grito. ¿Qué fue eso? Un soplido laríngeo de los menesterosos. Alternación casi musical que expresa el veedor… más allá de mirar de reojo. Perfil bajo. Grito hacia socorro. Deben presentarse todos a la misma hora para recoger la cebada –se hace indispensable la puntualidad– que siempre proviene de la pasión que involucra el lugar de origen –la identidad–, aquello que emana de los cuerpos de los hombres y mujeres que han nacido cohabitando un mismo suelo. Grito. Deberían escucharlo –por lo menos acusar recibo, tener noción de que no se es indiferente por lo menos a cierto tipo de decibeles–. Desencuentro. Grito.
Se torna imposible asumir en tiempos difíciles la responsabilidad de la vida, es decir tener en cuenta no el acto heroico sino la suma cotidiana de los microgestos diarios que son los que constituyen en realidad la trama de la vida, porque, insisto, la vida o la textura de la vida no se compone de actos heroicos sino de los mínimos movimientos que constituyen el día –con sus minutos desprovistos de heroicidad–. La historia extraoficial. Exiliada. Grito. Es imposible distraerse para escuchar los gritos de los menesterosos hombres valiosos pero a los que uno no puede brindarles sino tímidas ocasiones de atención algunas veces más otras veces menos. El menesteroso no debe pensar que la simple mirada hacia ellos indique responsabilidad alguna sino sólo el interés humano de un ser humano por otro ser humano en estado de necesidad. El error es suponer una continuidad –un hacer de esa mirada furtiva un posible sostén más allá de la mirada casual–. Se ahorrarían imprevistos o malentendidos el día que entendieran que no hay actitud más allá de la mirada solícita y curiosa. Tomar la mirada como un encuentro humano que no debe crear ilusiones de continuidad. Eso, no hay futuro. Debiera saberse para evitar que por las calles pululen a los mediodías grupos de menesterosos que hubieran sido sólo mirados días anteriores por la plaza y hoy vuelven al lugar para intentar encontrarse al sujeto mirador. Da pena verlos con los ojos enrojecidos de tanta búsqueda de otros ojos que ayer miraron pero hoy seguramente no volverían a hacerlo por razones de tiempo disponibilidad o tal vez por el miedo a haber creado tanta expectativa. Algunos miradores ya no pasan por la zona –para evitar encontrarse con los sujetos expectantes–. No podríamos endilgar responsabilidad alguna a aquellos que hubiesen podido ceder a la tentación de una mirada y que hoy son capaces de renunciar a seguir ejerciéndola por temor a asumir responsabilidades que luego no podrían cumplir.
En las difíciles horas por las que atraviesa el mundo no son muchas las ocasiones o tiempo disponible –en el suceder de las horas vertiginosas del día– para cumplir con todas las obligaciones familiares. Es natural entonces que aquellos que hubieran mirado a un menesteroso tengan un atendible temor a que este acontecimiento se vuelva una experiencia diaria. Porque, digamos la verdad: los menesterosos están carentes afectivamente en grado extremo. Gente desprovista de amor que busca desesperadamente todo tipo de gestos que vuelva a colocarlos en la escala humana. Pero primero tendrán que comprender que su desgracia carece de la responsabilidad de los otros. Nacieron con esa marca de la indignidad fenoménica. Nadie es responsable de su desgracia.
Pido pizza en Venecia en la pizzería que me habían recomendado. Doble muzzarella con macarrones. Cuando el mozo trajo la pizza trajo una panera con cinco panes. Una vez que terminamos la pizza, –sabrosa como toda pizza italiana–, pedí la cuenta y al observar el detalle me di cuenta de que intentaban cobrarme la panera –le dije al mozo que la panera no la había solicitado y que los cinco panes estaban intactos sin ser tocados de la panera que no había utilizado–. Me dijo que la panera y los cinco panes con la panera estaban incluidos –le dije que yo había pedido pizza y no pan y que por otro lado la pizza es pan– y pan con pan comida de sonso.
Le dije que iba a pagar la sabrosa pizza pero no la panera con sus cinco panes –me preguntó si me faltaba dinero para pagar los cincuenta centavos de pan–, le dije que era por principios –yo tenía dinero como para pagar muchas paneras y muchas pizzas–, pero que yo había pedido pizza y no pan –que era por principios–. Llamó al jefe. El jefe, un hombre regordete, muy simpático, me preguntó si yo era un menesteroso –le dije que no tenía derecho a calificarme de esa manera–, me dijo que si yo hubiera dicho que era menesteroso, no me hubieran traído la panera a la mesa y que me hubieran ofrecido un trozo de pizza gratuitamente.
Alcancé a decirle mientras me levantaba si me había visto cara de menesteroso. Creo que no me escuchó… pocos instantes después traía la pizza boloñesa. La fragancia era exquisita. Me dijo que él comía todos los días. Que dos porciones diarias lo mantenían sano. Dudé en tomarla –mientras él alargaba los brazos con la pizza humeante–, confieso que el olor que emanaba esa pizza era irresistible. La tomé en mis manos y salí caminando avergonzado. El mozo corrió atrás mío y me dijo que no se me ocurriera volver por la pizzería, que este acontecimiento del que yo formé parte fue excepcional, pero que si volvía otra vez seguramente iba a correr la suerte de los menesterosos que se animaron a volver a la pizzería. ¿Qué les hacen a los menesterosos? ¿Usted me está amenazando? Yo no lo amenazo… pero no creo que a usted le gustara permanecer en el horno desnudo junto a las pizzas a temperaturas entre 45 y 50 grados. Vomitan –salen edematosos–, algunos gritan, otros se orinan, defecan. ¿Y las pizzas? –dije–. ¿Qué hacen con las pizzas, las tiran?
Arrepintiéndome por la escala no humana de mi curiosidad –mantienen siempre el gusto por la alta temperatura– me respondió. Las excreciones de los menesterosos funcionan como picantes o salsas especiales –son las pizzas que les regalamos a los menesterosos cuando nos visitan por primera vez. No voy a volver –le dije– y seguí caminando mientras pensaba arrojar la pizza boloñesa en el primer lugar de residuos. Tenía plena conciencia de que ya actuaba como un menesteroso y comencé a dudar de la historia genética de los mismos –yo al fin y al cabo era un simple jardinero que podía alimentar a mi familia–, despreciaba a los menesterosos –no los miraba y sin embargo había actuado como uno de ellos–, me sentí humillado y vejado como uno de ellos y recompensado con migajas, con sobras. Me preguntaba por el proceso inverso. Si yo me había convertido en un menesteroso por circunstancias casuales, no podría acaso recorrerse el camino inversamente y transformarse un menesteroso en un hombre normal –esto me aterró–, la sola idea de que los menesterosos fueran hombres normales me pareció espeluznante –la mezcla era aterradora–. El solo hecho de pensar que una de mis hijas pudiese contraer enlace con uno de ellos me parecía el límite de lo posible. Pero confieso que ese día quedé cautivado por la idea de la transformación. ¿Tal vez un cambio en la alimentación? ¿No era genético entonces?
– 1 de febrero de 2009. Página 12