Este acróstico está en el que fuera el despacho del Dr. René Favaloro, lo llevó Roberto González López, a quien el médico le realizó un transplante de hígado. El autor dedica este acróstico a un hombre que merece el Homenaje de todos los argentinos. Antes de suicidarse le había pedido ayuda al gobierno de De la Rúa, expresándole que estaba harto de ser un mendigo en su propio país. Hoy, su fundación es una de las mejores de América Latina.
Florecen los duraznos en temprana primavera, acaso intentando mostrarnos el mágico encanto que los apura. Puede parecer fácil encontrar respuestas cuando aún no se ha callado la voz. Interpretar el sepulcral silencio de la muerte es nuestro desafío. La partida de alguien admirado nos llama a una profunda reflexión. Tiene que ver, fundamentalmente, con un examen de conciencia inexorable de cada uno de nosotros.
A nadie escapa que sólo Dios es el dueño de la vida y de la muerte de los hombres. Sin embargo, cabe preguntarnos por qué existen en la vida del ser humano acontecimientos que interrumpen el curso natural de las cosas. Por qué circunstancias tan disímiles, como puede ser el suicidio de personas que presas de la desesperación no encuentran otra salida, y, la desaparición física de un científico querido y respetado en todo el mundo, confluyan en idéntico desenlace: la muerte.
Vano y difícil resulta cuando no improbable, comprender las razones que abruman a un ser humano momentos previos a quitarse la vida. Empero, creemos que en un caso, los motivos pueden obedecer a múltiples factores: decepciones, incredulidad, desesperanza, fatiga moral. En fin, creer que la vida no tiene sentido.
A diferencia del que sucumbe ante la muerte, el otro suceso, por el contrario, nos exime de auscultar si el suicidio importa un acto de cobardía o valentía. Aquí, la dolorosa decisión de un gran hombre, atesora un mensaje subliminal: ¡Ayuden a salvar a la Fundación!. El sabía que así podían preservarse más vidas y su lucha de tantos años cobraba real significación, aún a costa de su propia inmolación. Él no se suicidó, sino que se inmoló. Ofrendó su vida en la infatigable búsqueda por vencer a la muerte.
Lloran lágrimas de fuego en cada vida rendida por una causa noble. Fue el corolario de una entrega auténtica y total por su prójimo. No conoció mezquindades y ambiciones personales. Sus sueños, tejieron el intrincado entramado de la humanidad toda. En el centro de la escena: el dolor del enfermo agonizante; la angustia de aquél que se resiste a ingresar al oscuro y frío habitáculo de la muerte. Su último aliento de vida no lo escatimó; sin egoísmos, dejó derramar ríos de sangre para sacudir la conciencia de los que no quieren oír.
Obediencia debida a un destino supremo. Los santos, los héroes y los genios tienen de común, el sacrificio desinteresado por los demás. Él encarnaba una simbiosis de ello, porque fue capaz de ofrecer su ser por la causa que tanto amaba. Con la humildad del sabio extendía sus manos generosas a quien lo necesitaba, sin importar si era rico o pobre. Manos milagrosas, cuál cincel de artista, acompañadas por la Gracia divina regalaron los latidos de muchos corazones. No necesitó uniforme o blandir una espada en su tránsito hacia la inmortalidad. Sólo un corazón rico en abundancia e impregnado de amor y solidaridad. Para algunos, un mendigo, para él, una forma de acercarse a Dios.
Romántica y taciturna su estrella como parábola nos dejó una fulgurante luz: El bien prevalece sobre el mal; los honestos sobre los deshonestos; la transparencia sobre la corrupción; la moral sobre lo inmoral; el espíritu sobre la materia; la vida sobre la muerte…
Opacan las alas agrestes del otoño saber que las golondrinas no volverán. No importa ya, su paso fecundo por el mundo fue un testimonio de Verdad. Sepamos imitarlo en la defensa de la vida. No nos resignemos a homenajes póstumos que, poco o nada, contribuyen a engrandecer la obra que nos legó con su último latido.
