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viernes, abril 26, 2024

Fundación y frustración

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En ciclos irregulares e inexorables, reaparece en la Argentina la tentación fundacional. Entre nosotros, toda realización parece atada al descalabro. Después de cada frustración reverdece el impulso fundacional: ambicioso deseo de levantar los cimientos del país sobre sus ruinas.

La frustración se erige como condición necesaria de heroicas empresas fundacionales que animaron tanto a regímenes de facto como a gobiernos constitucionales, presentados como portadores de proyectos instauradores más que restauradores.

En el pasado argentino, como en salas de cine continuado, la función parece comenzar cuando uno llega. En nuestra vida política, se suele anunciar una superproducción protagonizada por mitos originarios o la remake de un arcaico e idealizado “modelo de país”.

Cada nuevo protagonista tiende a creer que está pisando un enorme espacio vacío, erguido sobre ruinas aún humeantes de un país al que no sólo debe enderezar, sino cuya titánica misión consiste en refundarlo. En tal gesto subyacen egocentrismo, autoritarismo y negación selectiva del pasado.

Para ser tal, esa fundación debe abjurar de todo lo anterior, y de aquellos otros diferentes, condenados a la condición ciudadanos sospechados y de segunda. No se viene a corregir errores, ni a introducir reformas. Tampoco a respetar la continuidad de las instituciones, sino a quebrarla. El gradualismo es tarea gris. No excita pasiones.

La continuidad tiene mala prensa. Por el contrario, las rupturas gozan de un prestigio que se acrecienta si son traumáticas, prometen linchamientos morales o ajuste de cuentas extra legales. En su versión extrema, ese pasado y esos “otros” condenados no merecen ni siquiera la crítica: son lisa y llanamente suprimidos.

La gloria propia se yergue demonizando ese “antes” y sus “otros”. Históricamente, ex presidentes argentinos deambularon por cárceles, destierros, proscripciones y juzgados antes que por homenajes, galerías de bustos y retratos, o equilibrados anales. El canibalismo histórico reemplaza al juicio crítico.

En el siglo XVI, cada fundador negaba la obra de su antecesor. Se entregaba a la tarea de refundar ciudades ya erigidas, mudándolas de sitio, rebautizándolas y adjudicándose su paternidad. El mito fundacional se hundió junto con estacas clavadas en el corazón de cada Plaza Mayor.

Aquellos rollos, símbolo de una justicia prometida, desaparecieron. Pero el mito perdura, hasta hoy. Tan bien plantada estaba aquella herencia española, que ni siquiera el furor republicano independista pudo arrancarla de raíz. Impulso fundacional y tentación restauradora no se anulan mutuamente: suelen complementarse.

La dirigencia criolla aderezó esa herencia a gusto, realimentó el mito y se sirvió generosamente de él. Sepultó el pasado colonial, lo condenó como Edad Oscura, reduciéndolo a una maldita herencia. Si los españoles habían abolido el pasado indígena, condenándolo a extinción, bien podían los criollos abolir la historia colonial.

En ciudades, donde “nada existía sobre el suelo, debían experimentar la extraña sensación de quien espera el prodigio de la creación surgida de la nada”, anota José Luis Romero. La mentalidad fundadora estuvo presidida por la certidumbre de “la absoluta e incuestionable posesión de la verdad”.

Se funda sobre el error de otros. Nada de lo pasado merece rescatarse. Nada es digno de reconocerse o reivindicarse. Sobre esa hoja de papel borrador, todo se hizo mal: se escribió sobre renglones torcidos, con errores de ortografía. Más que transiciones ordenadas, incluso nuestros relevos democráticos se presentan como rupturas con un pasado sombrío.

Que nuestros ex presidentes de la República no sólo no dialogaran sobre asuntos de Estado, y que ni siquiera se reconocieran o saludaran por cortesía, forma parte de una larga tradición que todavía no quebró este ciclo democrática que va para un cuarto de siglo.

La debilidad de nuestra institucionalidad se hace tangible por este sistemático distanciamiento personal, síntoma de enconos más profundos y manifestación epidérmica del desdén por el rol institucional, las instituciones, los acuerdos y soluciones de compromiso, condenados como “contubernios”.

“Nos cuesta pensar el país en términos históricos: cada persona que llega al poder sueña con anular lo anterior y construir su propio paradigma empezando de la nada”, anotó con lucidez Graciela Scheines. En casi todos los presidentes argentinos hay una idea fija: “el pasado quedó definitivamente atrás”. Con ellos comienza a “vislumbrarse la Argentina del futuro”, dice en Las metáforas del fracaso.

Cada crisis anuncia el regreso fundacional. Los cataclismos vinieron precedidos por anuncios del advenimiento de la “fundación de la República”, la “Segunda República” o la “Nueva Argentina”, realización de “la felicidad del pueblo” y el “destino de grandeza”.

Gran parte de nuestras energías se consumieron en este incesante recomenzar, en esta permanente empresa fundacional. Una y otra vez, nos vimos instalados en puntos de partida postulados como últimos, decisivos y cargados de promesas.

En este tembladeral, lo único permanente son las rupturas y el confundir saludable continuidad institucional con patología del continuismo de personalismos autoritarios y excluyentes: esos sucedáneos de instituciones que reducen el pasado a retratos de héroes y villanos.

Las agitaciones de superficie actúan como garantes de esas patologías continuistas, antes que como energías transformadoras. Las rupturas lesionan el tejido social, atrofian la memoria colectiva. La pérdida del sentido de continuidad predispone a despreciar las instituciones.

Este afán fundacional tiene costos económicos, institucionales, culturales y morales. La ruptura selectiva y traumática con el pasado encierra un gesto de ingratitud. No se trata de equiparar reconocimiento del pasado con aprobación acrítica, sino de observar sus contradicciones y complejidades.

En el núcleo de la obsesión fundacional hay un letal maniqueísmo. Lo que haga el fundador será bueno: él es quien sabe, dice y hace. De su lado no sólo está el poder: también la verdad y la infalibilidad. El mito fundacional encubre un germen de autoritarismo y de totalitarismo.

La retórica fundacional alimenta el peligroso esquema de “las dos Argentina”: de “nacionales” buenos y “antinacionales” malos. Que a esas manías fundacionales hayan seguido nuestras más grandes frustraciones, conduciendo a otras peores, es algo que debería hacernos a reflexionar.

Editorial del número de noviembre de 2007 de la revista “Todo es Historia”.

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