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Prokofiev, uno de los grandes del siglo XX

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Lhez concretó una encomiable labor y llevó a la orquesta a una interpretación convincente. Morello se lució largamente en su ejecución. La plantilla orquestal, reducida, fue un notable marco para la pirotecnia de la solista implícita en la difícil partitura.

Salta, viernes 26 de junio de 2015. Teatro Provincial. Solista: Fernanda Morello (piano). Orquesta Sinfónica de Salta. Director Titular Maestro Jorge Lhez. Sinfonía nº 7 en do sostenido menor op. 131 (*) y Concierto para piano y orquesta nº 3 en do mayor op. 26, ambas de Sergei Prokofiev (1891-1953). (*) Estreno para Salta.

No me interesa mezclar cultura con política partidista. La cultura es un concepto de tal amplitud, desde un punto de vista antropológico en relación al desarrollo del ser humano, que no puede ni debe estar teñida por la política. La posibilidad de acceder al ámbito cultural no puede ni debe estar vedada a nadie porque pertenezca a tal o cual ideología. Simplemente es para todos. Por tanto lo que digo a continuación es solo para mencionar la realidad de una época y de un lugar según innumerables fuentes consultadas (**).

De José Stalin (1878-1953) se pueden contar tantas cosas que impiden insertarlas en esta crítica. Hombre de infinitas contradicciones, tenía particularidades que lo distinguieron durante su vida: nacionalista, de duro carácter, implacable, antizarista, influyó dictatorialmente en todos los aspectos de la vida de su país. Gustaba de la música más que como una de las bellezas de la vida, como expresión del carácter de un pueblo, “su” pueblo y se envanecía de poder mezclando las expresiones culturales de su tierra, con lo que él entendía era la felicidad de su gente.

En 1948, Stalin y su “politburó” condenaron la música de Shostákovich, Prokofiev, Lockshin y muchos otros juzgando “cacofónicas” las armonías usadas por estos notables compositores exigiendo que escribieran música de más lirismo realista para que el mundo crea en una felicidad popular inexistente. Es ya en ese marco que Prokofiev escribe la última de sus sinfonías, la séptima. Viejo, enfermo, empobrecido, compone una obra que exhibe su magisterio en el arte de componer, que lleva en su interior una carga de dramatismo a pesar del optimismo superficial que posee. Sin embargo, acepta la sugerencia de escribir una “coda” especialmente exultante y poderosa en la búsqueda del premio Stalin que constaba de 100.000 rublos como modo de combatir su precaria situación y que por supuesto ganaría. En el mundo de hoy se oyen las dos versiones. El maestro Lhez la mostró tal como fue escrita originalmente, respetando la decisión del compositor que pidió a su amigo Mtislav Rostropovich, el notable violonchelista, elimine lo que él consideraba una concesión envilecida por el dinero. Lhez concretó una encomiable labor y llevó a la orquesta a una interpretación convincente en cuatro movimientos claramente diferentes, expresando magistralmente los estados de ánimo del músico ruso. Un primer movimiento que contiene el tema principal, ligeramente pucciniano; luego un “allegretto” valseado tiernamente, hasta llegar al “andante” preparatorio de un vigoroso “vivace” final.

Terminado el intervalo, maniobras en el piso del escenario y apareció el temible piano del teatro. Pocos minutos después, la frágil figura de una de las mejores pianistas de la actualidad en nuestro país, Fernanda Morello junto al maestro Jorge Lhez. Escrito cuando aún el compositor era aceptado por todos, incluido los jerarcas soviéticos, es el más atractivo de sus cinco conciertos para piano y orquesta. Hoy el nº 3 es obra casi obligada para todo gran pianista y si bien hay versiones casi definitivas, Morello se lució largamente en su ejecución.

Se trata de una composición de cuando Prokofiev tenía entre 27 y 30 años, aún libre de la opresión del régimen y consecuentemente volando en su lenguaje que se inicia con dos clarinetes tranquilos, reposados, en un casi lamentoso y breve pasaje. A partir de allí se desata el vértigo de una línea que salvo momentos aparenta ser un huracán irónico, feroz, de altísima exigencia interpretativa, con no menos de tres vitales escalas cuyos intervalos interiores deben ser perfectos a menos que el solista solo desee construir un trabajo y no edificar lo que llamo “arte musical”, todos detalles que convierten al pianista en el dueño de la situación y a la orquesta en subordinada compañía, papel nada fácil que Lhez llevó a la perfección. Fernanda Morello mostró madurez y firmeza para la potencia necesaria o la sutileza que quiebra el descomunal lenguaje. La plantilla orquestal, reducida, fue un notable marco para la pirotecnia de la solista implícita en la difícil partitura. El pulso medido casi hasta lo irreprochable dio con el tempo exacto para usar de punta a punta lo que ya es norma. Más veloz, sería un discurso ininteligible. Más lento, no sería el Prokofiev esperado. Los dos vendavales del primer “allegro” diría, fueron perfectos. El “tema con variazioni” que parte de una melodía de doce notas que el oyente se lleva en el oído, es el centro de su particular sarcasmo musical. El “allegro ma non troppo” final, redondea una partitura que contiene fina orquestación y una parte solista transcripta como para no olvidar a la pianista visitante.

El cierre, fue una deliciosa página del español Granados acorde con la elegancia de Fernanda Morello.

(** Obras de Kramer, Salvat, Codex y otros)

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