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sábado, abril 27, 2024

En busca de una Escuela inteligente

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Nunca viene mal argumentar por qué son tan importantes para el ser humano, lo que no quiere decir que todas sean maravillosas, sino que sin instituciones no hay sociedad. Por eso, recordar el sin sentido que se establece en el sujeto cuando las instituciones se desvanecen”. Conferencia en la UNL, octubre, 2013


Se ha vislumbrado en la actualidad a raíz de la situación epidemiológica global ocasionada por el COVID-19, la fundamental necesidad de la “Escuela” como un espacio vinculado no solo al conocimiento, sino al desarrollo pleno del ser humano. Esto ha fragmentado las sociedades aún más abriéndose diversidad de fisuras socio-culturales ligadas a lo tecnológico, económico y cultural. Por un lado, el educador como sujeto “acompañante” del proceso; y por el otro, el estudiante-aprendiente-“consumidor” de la educación. Consumidor en el sentido de aquel sujeto que quiera educarse, que tenga las posibilidades adecuadas, que acceda a las tecnologías no solo por la conectividad sino por la capacidad de utilizarlas en su beneficio y que sepa y comprenda el valor “mercado” que tiene la información, y por ende, sea co-partícipe de su propia educación.


Hablamos de consumidor en tanto es el sujeto de deseo el que busca educarse, busca consumir la mejor educación porque entiende que su futuro depende de ella. Así como no todos los sujetos pueden ser consumidores de teatro, consumidores de música o de la moda o de los productos alimenticios de calidad, así también se es o no, un consumidor de la educación. Asimismo, depende del nivel educativo de cada familia del sujeto, de manera que también se aprende a consumir la educación desde el hogar.

Hay en ello, algo de la sumisión; un sujeto “rendido” frente al conocimiento, rendido frente a las órdenes o instrucciones del (a) educador (a). “Portarse bien” en clases, hacer los trabajos, obedecer al profesorado, cumplir las normas institucionales. Pero no todos han aprendido a aprender, no todos quieren ser consumidores de educación: se educa, se culturiza, se enseña a ser educando. Entonces aparecen los rebeldes, los que no quieren ser educados porque no consumen educación. Estos son los sujetos a los que se debe atender porque es a ellos a los que hay que conquistar.


De manera que si había antes de marzo de 2020 una abierta y proclamada desigualdad social y tecnológica, esta se ha profundizado al punto tal, que el acceso a la educación en tiempos de pandemia ha dependido –depende y dependerá- del nivel económico de las familias, de su “poder” de conectividad y de su saber hacer: loguearse, usar plataformas, abrir correos electrónicos, armar pdf, escanear, acceder a reuniones virtuales, subir archivos a la nube, etc. El forzoso “cambio” ha recaído también en educadores (as) que se han visto enfrentados (as) por primera vez, a la misma problemática social y tecnológica.


Alaba al tonto y lo verás trabajar”, reza un dicho popular. Tal es así que en una suerte de redención al trabajo pedagógico, se dijo a nivel discurso nacional que los docentes del país se habían tecnologizado, adaptado, refuncionalizado y que gracias a ello los chicos (as) se continuaron educando. La pólvora del éxito fue de mecha corta pues los resultados admitieron que un 60% de las familias del país no poseían acceso a la conectividad. Estudios realizados por pedagogos aseguraron que los chicos no estaban aprendiendo como debieran, lo cual, además, era más que obvio.


¿Ya se había producido, antes de la llegada del virus, la transformación que los nuevos tiempos exigían de la Escuela y de los (las) docentes?


¿Qué modelos o perfiles del profesorado se vienen trabajando para afrontar los nuevos desafíos del siglo XXI?


¿O acaso a nivel educativo se produjo una cultura de acción deficitaria que no produjo un antes y un después y en definitiva, el virus nos lo vino a recordar?


Podríamos afirmar que al menos había un borrador, una voluntad pedagógica, una constante necesidad de renovación, un ímpetu, una actitud, un intento. Cuando las piezas se volcaron en el tablero, los educadores (as) aceleraron la trasformación a pasos agigantados. La pregunta por la reprogramación se hace absolutamente necesaria puesto que, las fisuras están desde ambos lados. La crisis no es de un solo lado, se iguala, una parte tiene que ver con lo que no se puede negar; y la otra, con la que sí; es decir, de parte del profesorado, si antes hubo resistencia ahora no puede haberla.

La realidad nos demostró que la tecnología entró por la ventana como un viento de cambio, y ahora hace falta que pueda abrir y cerrar la puerta toda vez que sea necesario. Esto en una de las partes; ¿y en la otra? En la vital, en la parte del sujeto que consume educación, qué puede hacerse cuando las fisuras se agrandan tanto como la necesidad de reducirlas.


En un punto, este nuevo docente, hijo de la obligada virtualidad, ha aprendido a manejar alguna que otra herramienta, ha buscado la forma de conectarse y si no lo logró así, ha llevado los papeles impresos a la casa de su aprendiente. No importa cómo lo hizo, lo que importa es que es consciente de la necesidad de estar en paralelo con los cambios tecnológicos. Esto está, más que estudiado, vivido.


Ahora bien, el problema no es el cómo, sino el qué. A nivel nacional quedó demostrado que un (a) docente puede comunicarse con sus chicos (as). El problema se enfoca en otra cuestión: para qué.


El eje de la discusión actual es netamente pedagógico: “El trabajo del docente no consiste tan solo en transmitir información ni siquiera conocimientos, sino en presentarlos en forma de problemática” (“Informe Delors”, Delors: 1996).


Es allí, en el para qué de la “conexión” con el (la) estudiante donde inicia la necesidad de una mediación, de una intercomunicatividad entre la información y la llegada de esta al sujeto. Hay una “procesión” de la información, y es aquí donde el docente media, nunca reproduce, y sí guía y orienta al aprendiente para que pueda asir esa información, para que pueda moldearla, desarmarla, reconstruirla y reutilizarla.
Sin embargo, no basta con transformarse en mediador y/u orientador o guía del aprendiente. El (la) docente debe presentar un problema y no un contenido, abordar la situación desde el saber hacer y desde el saber ser, porque de ello dependen las capacidades y las emociones. La persona no es solo lo que hace, sino lo que siente.


Por otro lado, el (la) docente en la educación presencial tenía el poder para dominar; en la virtualidad lo ha perdido. En su lugar, al poder lo tiene el aprendiente quien decide si quiere consumir lo que su educador (a) quiere transmitirle. Debe hacer un pacto de educablidad: debe querer ser educado. El trabajo del docente, desde este punto de vista es casi religioso: convertir al sujeto en un sujeto consumidor de la educación, un sujeto aprendiente.


El profesorado se vio además, al cruzar territorio TIC”ziano”, bastante desestabilizado cuando perdió la posibilidad de “medir” el aprendizaje de los (las) estudiantes, cuando no pudo cuantificar, calificar, poner números al conocimiento de sus aprendientes. Aprender a valorar se sumó a la re-adaptación de la docencia argentina.

El epígrafe de Graciela Frigerio elegido para este artículo podría ser altamente cuestionado: ¿hubo un sinsentido al desvanecerse la institución Escuela? Los (las) estudiantes descubrieron que se puede vivir sin la escolarización en el sentido tradicional del término. Se puede, es verdad, pero no se puede vivir sin educación. Luego, se vio de manera muy notoria que la educación está en todas partes, que la Escuela se fue a la casa, a la plaza… que Escuela no es un lugar físico y que una mejor o peor educación va más allá de las paredes. Una mejor o peor educación depende de quién está del otro lado haciéndote pensar, y que si hay alguien acompañando, guiando los procesos, puede ser un orientador pedagógico, un facilitador. Así, las familias se sumaron a la resignificación de la educación en la era digital.


¿Cómo logramos que el (la) niño (a) / el (la) joven obtenga conocimientos? ¿Qué genera conocimientos? La construcción de los saberes, aprender a aprender. El contenido en sí mismo no sirve, sino podríamos darles mil hojas para leer y ya “sabría”. Saber no es repetir, saber es poder hacer, resolver, mirar la realidad de manera crítica, dar respuesta, comprender, intervenir, emprender. El conocimiento está compuesto de contenido, pero debe ser mediado, acompañado para su interpretación, por eso tiene un sentido la Escuela. La meta es convertirnos en una sociedad de la información donde todos puedan aprender a aprender.


¿Puede el (la) docente mediar, pero con una mediación problematizada? Es decir, ¿llegar con el conocimiento a través de un problema que genere la necesidad de buscar una respuesta e involucre al aprendiente? No se trata solo de establecer el rol docente y de tener prefijado el perfil, sino también debe tener en claro el qué, que son los saberes prioritarios, para algo en la vida.
Esto involucra un modelo de desarrollo a futuro que explicite un contínuum que responda a un “asentamiento” del modelo educativo, un afianzamiento de la transformación, un cambio profundo y no circunstancial como ha venido ocurriendo. Este modelo debiera ser multimodal: la pandemia nos enseñó que debe haber un plan A, un plan B y hasta un plan C. Presencial, virtual, semipresencial, postal. ¿O acaso no llegó así “Seguir educando”, de manera postal… el diario papel tipo cartilla de cuarentena exportada desde Buenos Aires para el interior…? Llegó vía internet a los (las) conectados (as) y a los que no, vía postal. ¿“Seguir educando” planteó desafíos o es un bonito ejemplo de largos ejercicios? ¿Por qué le piden al docente de hoy lo que ni el Ministerio de Educación “sabe” dar, en tiempos en que debió demostrar con ejemplos que podían “problematizar” el conocimiento y proponer desafíos y no ejercicios? Por otro lado, ¿alguien sabía qué hacer o no hacer cuando encuarentenaron al país, y la Escuela tuvo que navegar en aguas profundas con un par de troncos? La Escuela es la sobreviviente de un naufragio.


Se produjo luego, una ruptura del tiempo. La Escuela invadió el tiempo de los sujetos que enseñan y de los sujetos que aprenden. Y hubo una co-invasión.
Como dice Robert Castells, la tecnología trae la “instalación de un tiempo diferente que no se encuentra sometido necesariamente a los imperativos del reloj, un tiempo no lineal ni medible ni tan predecible”… “un tiempo simultáneo y atemporal, sin principios ni finales ni secuencias”.


De allí es que se trabaja las 24 horas, y no faltan los envíos de tareas los sábados por la noche, los envíos de planificaciones a la madrugada o los mensajes de “mañana hay jornada por zoom” tipo medianoche.


Una de las enfermedades emocionales de esta época tras la pandemia es el llamado burnout o sensación de estar agotado, que afecta a directivos, docentes, estudiantes y familias. Existe un desgaste tanto en los aprendientes como en sus docentes, producto del uso de las tecnologías. Una maestra comienza muy temprano su labor y es medianoche y no puede dejar de felicitar o estimular a sus chicos (as) para que hagan la tarea.

Directivos envían comunicados de madrugada o en feriados o días domingos: nadie puede dejar de estar conectado y existe un temor muy grande de dejar de hacerlo. La escritora, periodista y autora del libro Can’t Even: How Millennials Became the Burnout Generation (en venta desde septiembre), Anne Helen Petersen, recomienda tres aspectos para evitar este síndrome de ansiedad o de depresión o de agotamiento laboral: hacer que el ambiente laboral se sienta más humano, simplificar y reducir la carga de trabajo y adoptar flexibilidad.


Un estudio publicado en el journal Clinical Psychological Science, divide el burnout de madres y padres en tres categorías generales: agotamiento, desapego, e ineficacia. El más peligroso para sus hijos sería el desapego porque sienten que no son buenos padres y están como en piloto automático.


El síndrome también puede afectar al resto del personal. Seguir a cualquier costo puede tener un precio. Por eso se debe humanizar la Escuela.


Pero la tecnología no solo invadió el tiempo, también invadió el juego. La virtualidad dejó de ser divertida para transformarse en obligación académica.

Ese territorio perdido para los niños/jóvenes produjo una resistencia. La Escuela tuvo la pretensión de continuar la presencialidad en la virtualidad, seguir haciendo lo de antes a través de las TIC.

La Escuela debe revisar lo que hizo, lo que hace y lo que hará. Debe poder pensar para planificar a futuro. A lo Descartes: pienso, luego planifico.


Sobre lo “ya acontecido”, como dice Edith Litwin, debe reflexionar. La conectividad no es solo tener Internet sino tener comunicación docente-estudiante. En la construcción de esta relación (según María Cristina Davini) es cuando se produce la educación. Y esta relación se construye cando se conquista la voluntad del educando. El compromiso es entre ambas partes, hay voluntades comprometidas.


En medio de la pandemia, este (a) docente, ¿pudo/puede dar respuesta a los intersticios que no estaban previstos? ¿Qué puede hacer frente a la falta de respuesta del estudiante? Debe ayudar a encontrar sentido a aprender, debe trasformar al sujeto en un consumidor de la educación. El profesorado debe enseñarle al aprendiente a conectarse. Se llega a consumir conocimiento cuando la educación se convierte en una necesidad. Desafío: generar la necesidad.


La Escuela está para que el (la) estudiante pueda aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a convivir, aprender a ser. ¿Pudo construir su proyecto vital? Solo podrá construir su proyecto vital a través de sus capacidades, si siente que puede cumplir los desafíos que le plantea la educación.
Sin lugar a dudas, el Modelo educativo es el de una Educación Inteligente.

                                                                                       
                                                                            

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